miércoles, 27 de abril de 2011

MATERIALISMO HISTÓRICO: interpretaciones y controversias (Ariel Petruccelli )


I
En las huellas del materialismo histórico

La concepción materialista de la historia ha ocupado un lugar central en las discusiones sobre Marx y el marxismo. Si sus partidarios solemos decir que el materialismo histórico es una ciencia de la historia, sus detractores acostumbran calificarla de pseudociencia. Pero Marx mismo no escribió ninguna obra sistemática
en la que expusiera su concepción. Podría suponerse que este vacío favorecería la pluralidad de interpretaciones; y si bien es cierto que las hubo variadas y contrapuestas, también es verdad que rápidamente se estableció una suerte de “consenso ortodoxo”, curiosamente compartido por partidarios y adversarios: la lectura del materialismo histórico en clave tecnológica. Durante mucho tiempo hubo un acuerdo prácticamente unánime respecto de que el Prefacio a la Contribución a la crítica de la Economía Política (1859) constituía la exposición más acabada –si bien somera– del materialismo histórico. Tomando como base este escrito, los siguientes puntos fueron considerados notas fundamentales de la teoría marxista de la historia:
1. La concepción que supone que el entero proceso histórico está orientado por una tendencia universal al desarrollo de las fuerzas productivas, las cuales, al entrar en contradicción con las relaciones de producción que les habían servido como marco de desarrollo hasta ese momento, tienden a producir el derrumbamiento de esas relaciones ya ineficaces, y su reemplazo por otras.
2. La distinción entre una base (económica) y una superestructura (jurídico-política e ideológica) y la atribución de una indiscutible prioridad explicativa a la primera.
3. La tesis de que el ser social determina la conciencia social.
4. El establecimiento de una serie de etapas por las que atravesaría el desarrollo social; etapas concebidas como sucesivos modos de producción, a saber, antiguo, esclavista, feudal, capitalista y socialista.
La teoría esbozada en el Prefacio –aunque en particular la combinación de los puntos 1 y 4– tiene todos los atributos de las filosofías substantivas de la historia: se ocupa de la entera aventura humana, pasada, presente y futura; al tiempo que  presume que la historia conduce teleológicamente hacia una meta definida.[1] Estas características dan un sentido de inevitabilidad al triunfo del socialismo (objetivo político del marxismo revolucionario), que parece colocarlo más allá de los deseos, acciones, motivaciones y luchas de los hombres y las mujeres.
Algunos marxistas, intentando matizar el férreo determinismo tecnológico del Prefacio, alegaron que debía ser complementado y/o contrastado con lo que Marx y Engels afirmaron en 1848 en el Manifiesto del Partido Comunista: “la historia (escrita) de la humanidad es la historia de la lucha de clases”. Y aunque no faltaron quienes se inclinaron a priorizar abiertamente la lucha de clases, por lo general
lo hicieron sin desautorizar expresamente al célebre escrito de 1859. Otros pensaron, en fin, que el Prefacio y el Manifiesto constituían algo así como las dos almas del marxismo: la determinista y la voluntarista. El problema, desde luego, consistía en establecer si las dos almas se excluían o se complementaban mutuamente; y en todo caso en cómo articularlas teóricamente.
En el marxismo ha existido siempre una tensión formidable entre una concepción determinista que concibe el desarrollo histórico como un proceso “natural”, objetivo, y una inclaudicable voluntad política que ha incitado a millones de hombres y mujeres a realizar los mayores sacrificios en pos de un objetivo revolucionario. En los mismos escritos de Marx es posible encontrar tanto formulaciones que destacan el carácter “objetivo” del proceso, cuanto escritos en
los que el acento es colocado en el accionar “subjetivo” de los actores individuales o colectivos. No faltaron quienes vieron en esta tensión una contradicción flagrante, una evidente falta de coherencia en la teoría. En un añejo y afamado escrito, George Plejanov –el “padre del marxismo ruso”– salió al cruce, precisamente, de aquellos que sostenían que el carácter determinista, necesario, inevitable, que la teoría marxista atribuía al socialismo, era incompatible con el activismo político propio de los revolucionarios.
La acusación de “quietismo” fue una de las primeras críticas que recibieron los partidarios de concepciones materialistas y/o deterministas del mundo. Los críticos alegaban que teorías de esta clase, al negar la libertad y pregonar el fatalismo, conducían inevitablemente a un descalabro moral de la personalidad que se traducía en una actitud “quietista” que incapacitaba a los sujetos para actuar con valor y decisión.[2] ¿Qué sentido tiene –se preguntaban– hacer los mayores esfuerzos personales por lo que habrá de ocurrir de cualquier manera?, ¿no es más razonable sentarse cómoda y tranquilamente a esperar el advenimiento de lo inevitable? Plejanov contestó a estas críticas de manera clara y concisa:
la historia demuestra que incluso el fatalismo no sólo no impide siempre la acción enérgica en la actividad práctica, sino, por el contrario, en determinadas épocas ha sido la base psicológica indispensable de dicha acción. Recordemos, por ejemplo, que los puritanos, por su energía, superaron a todos los demás partidos de la Inglaterra del siglo XVII, y que los adeptos de Mahoma sometieron en un corto plazo un enorme territorio desde la India hasta España.[3]
La contundencia de estas líneas es indiscutible. La existencia misma del movimiento revolucionario marxista es una prueba de que “determinismo” y “activismo” no se excluyen necesariamente, e inclusive que el primero puede ser la base psicológica de la extrema manifestación del segundo. Pero entendámonos: determinismo y activismo pueden muy bien no excluirse en la práctica, vale decir, puede muy bien suceder que una concepción filosóficamente determinista –e inclusive fatalista–[4]se constituya en la base psicológica o política de un fuerte activismo. Pero aceptar esto no es lo mismo que creer que se han reconciliado teóricamente ambos polos.
Plejanov mostró que no hay nada extraño en el hecho de que la creencia en la inevitabilidad del triunfo del socialismo impulse a los sujetos a luchar por él. Pero esto no elimina otro problema: al margen de los efectos que esta creencia tuviera, permanece inconmovible el interrogante acerca de su veracidad. El triunfo del socialismo, ¿es verdaderamente inevitable? Y si en verdad lo fuera, ¿qué papel desempeñan las ideas en su conquista? Hay tres posibilidades:
a) que las creencias no tengan la menor importancia (las cosas sucederán sea lo que sea lo que los sujetos crean);
b) que la presencia de ciertas ideas sea indispensable para el triunfo del socialismo (como afirmaba Plejanov), pero que tales creencias estén completamente determinadas por el contexto: cuando se den las circunstancias aparecerán inevitablemente. Tanto en un caso como en el otro es ilusorio hablar de algún tipo de libertad humana: las creencias y las acciones estarían completamente determinadas heterónomamente. Los sujetos serían marionetas gobernadas por fuerzas  impersonales: lo que Hegel llamaba la astucia de la razón. Siendo las cosas así, la lucha de clases ocuparía sólo en apariencia el primer plano: tendría un final preestablecido escrito por el verdadero motor del curso histórico, el desarrollo de las fuerzas productivas. La concepción expuesta en el Prefacio culminaría engullendo a las tesis del Manifiesto. La inevitabilidad del socialismo queda asegurada (en teoría), pero al precio de una radical desubjetivación.
La alternativa “c” es la posibilidad de conceder a la lucha de clases un margen de “indeterminación” con respecto al desarrollo de las fuerzas productivas; asumir que las creencias y las acciones de los agentes o sujetos no sólo influyen en el proceso macro-histórico, sino que además su sentido e importancia no puede ser establecido
de antemano. Esto mantiene vigente algún grado de libertad o autodeterminación subjetiva. Pero la consecuencia es que ya no resulta posible postular el carácter inevitable de ningún desarrollo histórico-social. Y además abre un interrogante: si la lucha de clases es el principio motor del desarrollo histórico, ¿no significa esto que la política (manifestación sublime de la lucha de clases) tiene una influencia mayor que la economía? ¿Y no entraña esto un desplazamiento hacia posiciones idealistas? Estas preguntas remiten de manera directa a las fuerzas motrices del proceso histórico. En efecto, todas las discusiones sobre la pertinencia o no de la teoría del desarrollo de las fuerzas productivas se hallan relacionadas con dos de los interrogantes cruciales del materialismo histórico y de cualquier teoría social: ¿cuál es la clave de la dinámica sociohistórica?, y ¿cuál es la relación entre las estructuras y los sujetos o, lo que es lo mismo, qué lugar ocupa la acción humana? Desde luego, los partidarios del determinismo tecnológico consideran que la respuesta al primer interrogante tiene nombre y apellido: el desarrollo de las fuerzas productivas; lo cual reduce el lugar de la acción subjetiva a un papel nulo, o poco menos. A la inversa, muchos de los críticos de la teoría determinista tecnológica han postulado que la clave del desarrollo histórico se encuentra en la acción humana. Para unos el motor de la historia son las fuerzas productivas, para otros la lucha de clases. También están, claro, aquellos que sostienen que el pensamiento de Marx contiene dialécticamente ambos aspectos, que el materialismo histórico es una teoría dual. Pero las interpretaciones deterministas tecnológicas han sido, de lejos, las más habituales. Aún hoy, para muchos, el materialismo histórico no es otra cosa que una teoría que postula que el desarrollo social está orientado exclusiva o principalmente por cierta tendencia inmanente de las fuerzas productivas a crecer. Y como se supone –y mucho hay de justo en ello– que el materialismo histórico constituye la base del pensamiento de Marx (es decir, contiene el conjunto de ideas rectoras generales que orientan sus investigaciones y estructuran su razonamiento), se impone la conclusión lógica de que rechazar la teoría de las fuerzas productivas equivale a rechazar el materialismo histórico y, al mismo tiempo, poner en cuestión al conjunto de la obra de Marx.
Habría que esperar hasta las últimas décadas del siglo XX para que algunos marxistas se atrevieran a recusar abiertamente las famosas tesis del Prefacio. Efectivamente, en los últimos años estas tesis han sido objeto de grandes debates. Se escribieron minuciosas obras tanto para negar como para reafirmar que Marx defendió una concepción determinista tecnológica como la expuesta en 1859, así como polemizando sobre la evidencia empírica que respalda o refuta una teoría tal. Gerald Cohen escribió la mejor defensa de la “tesis de la primacía de las fuerzas productivas” que se conozca, pero otros autores se inclinan a desestimarla. Como ha escrito Erik Olin Wright:
Algunos marxistas han afirmado que la teoría marxista de la historia puede ser abandonada en cualquier momento sin poner en peligro el análisis de clase marxista. Desde este punto de vista, el marxismo proporciona una serie de conceptos generales con los que analizar el desarrollo histórico, pero no proporciona una teoría general de ese desarrollo.[5]8
Personalmente me encuentro entre quienes piensan de este modo (que no es, por cierto, el caso de Wright). Más aún. Considero que Marx rechazó explícitamente a la teoría que alguna vez enunció en el Prefacio, y que sus escritos más minuciosos, así como los de sus últimos años, no convalidan ningún determinismo tecnológico y ninguna “teoría histórico-filosófica sobre la evolución general”.[6] Igualmente, y este es el punto principal, estimo que la evidencia empírica actualmente disponible no avala una teoría semejante.
Las razones por las que muchos marxistas se muestran reacios a desprenderse totalmente de la teoría tecnologicista del desarrollo de las fuerzas productivas son de índole variada: van desde el rechazo conservador a cuestionar un texto del “maestro”, hasta la sólida hipótesis de que sólo una base teórica semejante permitiría avalar la insistente centralidad que el materialismo histórico concede al análisis de clase. Esta última es precisamente la posición de Eric Olin Wright. El materialismo histórico –dice Wright– insiste en otorgar una prioridad explicativa al análisis de clase: postula que el análisis de la estructura y las relaciones entre las clases posee
una importancia explicativa mayor que el estudio de cualquier otro fenómeno o estructura social. Es obvio, sin embargo, que las relaciones entre las clases no pueden explicarlo todo, ni siquiera todas las facetas de la dominación y la explotación. Las desigualdades y la explotación entre géneros, etnias y Estados no son reducibles a las relaciones entre clases; lo cual –prosigue Wright– constituye una de las críticas más sólidas de todas las formuladas por autores como Giddens al materialismo histórico. Ahora bien, muchos marxistas aceptarían de buen grado que las relaciones entre géneros, razas y Estados no pueden ser reducidas a relaciones de clase, pero insistirían en que del hecho de que siendo las relaciones de dominación
y explotación basadas en la etnia, el sexo y el Estado irreductibles a las relaciones de clase, no se desprende que aquellas posean un estatus potencialmente equivalente al de estas últimas a la hora de explicar procesos sociales a gran escala. En consecuencia, la centralidad del análisis de clase podría seguir siendo defendida de una manera atenuada, no reduccionista. Concebido como reduccionismo económico o clasista el marxismo sería claramente vulnerable a las críticas. Pero concebido como una teoría no-reduccionista podría continuar siendo legítimo defender la primacía del análisis de clase. ¿Pero cómo sería posible defender teóricamente la primacía no reduccionista de las clases? Wright cree que los marxistas han ofrecido tres tipos de respuestas.
La primera consiste en afirmar que la clase constituye el factor “con más impacto existencial en la subjetividad humana”. Esto no significa
que los individuos tengan necesariamente «conciencia de clase», en el sentido de que sean conscientes de su posición de clase y sus intereses de clase, sino simplemente que sus formas de conciencia social están configuradas del modo más sistemático posible por su posición de clase.[7]
Este argumento le parece por completo insatisfactorio. “Incluso en el caso del capitalismo –dice Wright– no es necesario que la clase tenga un carácter primario en todos los casos desde el punto de vista existencial”. Es muy posible que la dominación racial o sexual configure de un modo más profundo las formas de conciencia de un grupo social oprimido.
La segunda respuesta afirma que
las relaciones de clase, al estructurar el acceso a los recursos sociales de diverso tipo [...] determinan del modo más profundo los límites de la capacidad de acción de los diferentes grupos, incluyendo los grupos definidos por relaciones no clasistas [...] aun cuando los intereses o motivaciones de la lucha sean irreductibles a unos intereses de clase, las condiciones para servir con éxito estos intereses no clasistas están fundamentalmente estructuradas por las relaciones de clase.[8]
Esta argumentación parece más sólida; pero es igualmente vulnerable a algunas objeciones que a Wright le parecen insalvables:
se podría afirmar que hay muchas condiciones necesarias para que la lucha tenga éxito, incluyendo factores ideológicos y políticos que no son en sí simples reflejos de las relaciones de control sobre el plusproducto (es decir, de las estructuras de clase) y que no hay razones imperiosas para preferir una de estas múltiples condiciones necesarias. Aunque podría darse el caso de que la transformación de la estructura de clases formara parte del proceso de liberación de los negros, lo cierto es que también la transformación de la conciencia racial es una condición necesaria para la transformación de la estructura de clases. Por consiguiente, es arbitrario asignar una posición privilegiada a una de estas «condiciones necesarias» y conceder una primacía general a la clase por encima de otras relaciones.[9]
Es el tercer argumento, sin embargo, el que a Wright le parece más sólido. Lo denomina dinámico, y consiste en lo siguiente:
aunque las diferentes formas de dominación se condicionaran recíprocamente [...] sólo las relaciones de clase tienen una lógica interna de desarrollo, lógica que engendra tendencias sistemáticas hacia una trayectoria de transformaciones de la estructura de clase. Esta trayectoria tiene una dirección general [...] por la forma en que las relaciones de clase se articulan con el desarrollo de las fuerzas productivas.[10]
Este es para Wright el único argumento decisivo en favor de la prioridad del análisis de clase. “Las relaciones de clase –dice– tienen una primacía específica en la medida en que la dinámica que tiene sus raíces en las relaciones de clase imprime una dirección global a la trayectoria del cambio histórico”. ¿Cuál es el origen de esta dinámica y de esta dirección? El desarrollo de las fuerzas productivas. Por consiguiente, existiría una estrecha unión entre la teoría tecnologicista que considera al desarrollo de las fuerzas de producción la clave del proceso histórico, y la insistencia en la prioridad que se debe conceder al análisis de clase. Y de ello se deriva un corolario fundamental: si se rechaza la teoría de la historia basada en el desarrollo de las fuerzas de producción,
no hay entonces ninguna justificación general para el análisis de clase marxista en cuanto tal. Sin la teoría de la historia y sin una teoría general del análisis de clase, es difícil ver lo que queda como base teórica distintiva del marxismo.[11]
Hemos llegado, aquí, a uno de los nudos problemáticos fundamentales de la presente obra: ¿es verdad que sin la teoría del desarrollo de las fuerzas productivas no existe base alguna para el análisis de clase y, por ende, nada distintivo del materialismo histórico marxista? ¡No lo creo!, en los próximos capítulos sostendré que Marx efectivamente enunció una teoría determinista tecnológica en 1859, y que la misma es compatible con algunas otras afirmaciones suyas (y de su amigo Engels); pero que esa teoría –a la cual rechazó explícitamente hacia el final de su vida– no constituye ninguna pieza esencial de su pensamiento, además de resultar inconsistente con sus escritos más minuciosos y elaborados. La estrategia para
justificar este posicionamiento ocupará cinco capítulos e incluirá una crítica tanto teórica como empírica a la tesis del desarrollo de las fuerzas productivas (capítulos II y III); la presentación de las pruebas documentales pertinentes para justificar la adhesión de Marx a la tesis de la primacía de las relaciones de producción (capítulo IV); y la siguiente lista de argumentos principales (capítulos V y VI): a) que la insistencia marxiana en el análisis de clase es una consecuencia derivada de un posicionamiento teórico más general y básico –a saber, la prioridad explicativa concedida a las relaciones de producción en el más amplio sentido de la palabra–;
b) que esta insistencia ha sido en ocasiones exagerada, como consecuencia
de simplificaciones dogmáticas; c) que es la prioridad explicativa concedida a las relaciones de producción lo distintivo del materialismo histórico, y no la teoría del desarrollo de las fuerzas productivas; d) que la prioridad imputada a las relaciones de producción no depende del desarrollo de las fuerzas productivas; y e) que la interpretación del materialismo histórico como una teoría que concede primacía a las relaciones de producción permite dar mejores respuestas a los problemas planteados tanto a las concepciones que atribuyen la prioridad a las fuerzas productivas, como
a las que priorizan la lucha de clases.


[1] A. Danto, Historia y narración, Barcelona, Paidós, 1989, p. 29; M. Mandelbaum, The Anatomy of Historical Knowledge, Baltimore, John Hopkins University Press, 1977; G. W. F. Hegel, Filosofía de la historia, “Introducción”, Buenos Aires, Claridad, 2008. El problema de la existencia de una filosofía sustantiva de la historia en Marx se aborda más extensamente en El marxismo en la encrucijada.
[2] K. Popper, La miseria del historicismo, Madrid, Alianza-Taurus, 1961, p. 65, ha formulado una acusación semejante. Una crítica pertinente de estos argumentos popperianos, coincidente por lo demás con la respuesta de Plejanov a los críticos de su tiempo del “determinismo”, se encuentra en B. Taylor Wilkins, ¿Tiene la historia algún sentido? Una crítica a la filosofía de la historia de Popper, México, FCE, 1983 (1978), pp. 103-108.
[3] G. Plejanov, “El papel del individuo en la historia”, en Obras Escogidas (en dos tomos), Buenos Aires, Quetzal, 1964, tomo I, p. 432. Existe una edición más reciente El papel del individuo en la historia, México, Grijalbo, 1984, pp. 11-12.
[4] Una concepción determinista presupone que, dadas ciertas condiciones iniciales, determinado resultado es ineludible. El fatalismo, en cambio, cree que algo habrá de suceder cualquiera sean las condiciones iniciales. James observó alguna vez que muchos de los más grandes hombres de acción fueron fatalistas. Napoleón, por ejemplo, creía en su estrella.
[5] E. O. Wright, “La crítica de Giddens al marxismo”, Zona Abierta, Nº 31, Madrid, 1984. Uno de los autores que ha defendido esta posición es Etienne Balibar: “No hay ni puede haber teoría general de los modos de producción, en el sentido fuerte del término teoría; pues ello conduciría  inevitablemente a una teoría del modo de producción «en general», una teoría idealista de la historia universal. Por definición, cada modo de producción es referido a una teoría específica… Pero tal teoría específica implica siempre una problemática científi ca general de los modos de producción y ante todo algunas definiciones generales”. Ver “Plusvalía y clases sociales”, en su Cinco ensayos de materialismo histórico, México, Fontamara 1984, pp. 120-121. En Ensayo sobre la teoría marxista de la historia, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1998, expresé mi acuerdo con Balibar en este punto.
[6] Para un rechazo explícito a este tipo de teorías filosóficas ver la carta que Marx enviara al Consejo Editorial de Otechestvennye Zapiski, que reproduzco en III.1.
[7] E. O. Wright, «La crítica de Giddens al marxismo», p. 146.
[8] Ídem., p. 147.
[9] Ídem., p. 147.
[10] Ídem., pp. 147-148.
[11] Ídem., pp. 164-165.

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