martes, 16 de noviembre de 2010

QTH ZANON - José Ch. Moya

La Gran Resistencia (cap)

Recién después de cortar me di cuenta de que El Pasamontañas trabajaba para Valijita. Me pareció que era más fácil en la Primera Guerra Mundial cuando había una trinchera enfrente de otra y el medio lleno de alambradas. Este juego de espejos estaba enloqueciéndome.

Tendría que pensar en cómo dar la primicia de la rotura del perimetraje sin mandarme en cana. Los ceramistas ya estarían procesando cómo sabía “exactamente” lo de los containers y si eso me hacía más o menos confiable. El barullo favorecía no pensar demasiado, pero esta gente no está donde está por falta de darle al magín, precisamente. Difícil de resolver esta cuestión de las prioridades. La número uno era mi propio pellejo, pero antes estaba la prioridad cero que era la batalla emprendida. ¿Pero “prioridad cero” no significa falta de prioridad? Es la famosa paradoja de la falta de prioridad circular. Quería emborracharme de palabras mientras caminaba rumbo a la parte trasera de la fábrica. Dejaría que las cosas actuaran por sí mismas, el perfecto truco argentino que también hizo suyo la especie de los izquierdistas argentinos, aunque no lo reconozcan. Y funcionó.

Con menos contradicciones, funcionaron a 50 km. por hora los dos autoelevadores blindados rumbo al cerco perimetral violado. Alguien ya había dado la alarma ¿No me estaría creyendo el ombligo de esta historia? Calculo que Chiloé manejaría uno y mi camarada de aventuras insólitas el otro.

En la lechosa claridad de la madrugada que buscaba imponerse al gris mortecino de la noche, los colores se transformaban, como si el pintor ecléctico que lo estuviera haciendo aún no se decidiera del todo. Igual me pareció que el primer Sampy tenía estampados los colores de Boca. Habíamos zafado del reventado rojo y negro. Al menos Boca viene de ganar un par de torneos. El segundo, que lo precedía a poca distancia, había sido atacado por la bandera argentina. Tenemos que saldar varias cuentas con esos colores y supongo que ellos también querrán hacer lo mismo con nosotros. No debía ser el único cromáticamente conflictuado en el predio fabril, un costado del vehículo industrial estaba siendo remodelado a puro rojo. Peleas de colores en peleas de colores. Gallos negros, rojos y celestes.

Esto a cincuenta kilómetros por hora.

El problema era la gente. Un primer grupo corría atrás de los móviles como la Infantería que va tras los tanques Sherman. Éstos, prácticamente todos obreros de uniforme, iban bastante ordenados y lucían en las manos gomeras, piedras y palos de distintos calibres. Si había fierros estarían escondidos donde se esconden los fierros.

Pero un segundo grupo estaba haciendo su ingreso al predio por el frente, saltando alambradas y portones. Eran los de afuera, que se estaban cansando de esperar alguna noticia como la gente, de tomar mate en grupos y, en general, de esperar algún cambio favorable en la Argentina. Conozco a una persona que los hubiera definido como los apresurados de siempre.

Estaban entrando a borbotones. Desde la guardia algunos los rechazaban blandamente, cuidando de no golpearlos, y otros directamente los ayudaban como podían, alentándolos y recibiéndolos para que no se lastimen al caer. Los que bajaban con traumatismo quedaban allí mismo, pero la mayoría eran jóvenes y les gustaba más eso que pasar tranquilamente por la puerta.

Una señora embarazada luchaba con su panza de varias lunas en lo alto del alambrado, medio colgada, medio cayéndose. Todos se hacían cruces. Se suscitó una durísima polémica entre los compañeros encargados de la seguridad, y del otro lado también. Todos tenían razón. Fueron a buscar una escalera para bajar a la temeraria. Si alguien con una cámara hubiese intentado graficar la historia, debería haberse detenido en semejante situación. La señora no era tan joven para intentar con éxito la doble y simultánea empresa de ser madre y luchadora. ¿Por qué lo hacía? Estaba bien vestida, podría ser una maestra, o una empleada, o enfermera. No era una estudiante como podría sugerir su falta de previsibilidad; ni comerciante, por su carácter abiertamente aventurero. ¿Quién era? ¿Sería su primer embarazo? ¿Y su compañero estaría al menos en las inmediaciones? Una parte de la ropa se había desgarrado, pero la piel desnuda que mostraba no producía sensualidad alguna, como la de las madres que amamantan a su hijo en público. Ella estaría amamantando a sus compañeros solidarios. ¿Hay una línea divisoria clara entre la temeridad y el ridículo, entre la valentía y la estupidez? ¿Por qué todos dejábamos que la madre siguiera especulando con la suerte que tienen los jóvenes luchadores? Todos allí éramos responsables de esa tragedia en lo alto. Ese fotógrafo tendría que haberse abstenido de grabarlo. Era demasiado para ser una parte.

Antes de que llegaran los que traían flameando las escaleras el portón se abrió en todo su ancho. La acción había tenido su efecto. La vida siempre se abre paso, pero con riesgo de vida. El grupo comenzó a correr para todos lados, la mayoría hacia atrás, tratando de alcanzar a los de los autoelevadores. El desorden ganaba proporciones segundo a segundo. Varios daban órdenes como si nunca hubiesen hecho otra cosa en su maldita existencia. Otros montaron guardia frenéticamente y ya comenzaban a reprimir a la segunda oleada que pugnaba por entrar y los miraba con incrédulo estupor.

Pero no era una cuestión sentimental. Del lado de afuera, embotellados frente al portón, seguía habiendo mucha gente que por cuentagotas había estado aumentando en volumen y bronca. Pero el efecto no era exclusivamente de carácter político-participativo. Los de afuera querían entrar por simple lógica defensiva: a 300 metros sobre la ruta había una división entera de policías vestidos de negro, con negros perros y negras intenciones. Cortaban ambas manos de la autopista y estaban respaldados por varios vehículos con la popular licuadora en sus techos.

Los solidarios, quizás inspirados en el eslogan “Zanón es del pueblo”, entendían que la fábrica debía transformarse en su fortaleza. Algunos ya andaban peligrosamente por los techos, a los gritos y con la cara tapada, más por tradición patagónica que por otra cosa. El mundo volvía a recortar su silueta en las almenas de los fortines o castillos de sus guerras. El viejo mundo volvía a poner a prueba a sus hombres respecto al sentido de la vida y de la posición del mismo mundo que se ofrecía. En última instancia, todo se resume en el poder de la apropiación o en sus partículas más elementales: poder y tener.

De momento no parecía que las tropas fueran a avanzar. ¿Qué parte del plan original estarían cumpliendo? Probablemente ya nada de eso tuviera importancia en el caos actual. Lo mismo valía para los de este lado. Uno podía jugar con la máxima trosca de que “la historia de la humanidad es la historia de su dirección revolucionaria”. De ese quilombo supremo no podía emerger espontáneamente alguien que dijera qué hacer y que los demás dijeran “lo hacemos”. Alguien que no se equivocara siempre. Alguien con sentido de la oportunidad, que supiese acumular gente e ideas en un punto, quebrar allí y luego rearmarse. Todo esto con rapidez y sentido de la justicia y (¿por qué no?) estéticamente bello. En fin. Me gustaría ir de la sociología política a la evolución genética de las especies. Me gustaría encontrar el paralelo entre el momento de la mutación vital de algún bicho que vivió así por centenares de miles de años en otra cosa, casi la misma pero distinta. Una porción de historia actual que ya anticipaba mutaciones sociales absolutamente radicales. Una porción de la realidad, una fábrica casi igual pero distinta. Su opuesto. Y ambas todavía se pertenecen.

Los que soñamos en vivo y en directo con la revolución social tuvimos oportunidad de acercarnos a visualizarlo en su concreción más imperfectamente terrenal un par de veces en los últimos treinta años. El Cordobazo, el Rodrigazo, el Mondelazo (las jornadas contra el plan Mondelli en vísperas del golpe militar del 76), Semana Santa del 86. El 19 y 20. Muchos azos, cruces de caminos, esperanzas renovadas con obstinación vegetal, palpitaciones del parto que no viene.

Lo mío es casi una ecuación matemática que dice: a mayor caos alrededor con peligro real para el pellejo, mayor poder de abstracción y estupidez simultáneas que permiten el aislamiento y autoelevación al mundo de las ideas puras de Platón.

Por las dudas lo paro a un flaco seleccionado al azar, previo sujetarlo por el brazo, para que me dé cinco de pelota. Le espeto directo al corazón:

–Che, Flaco ¿vos crees que estamos haciendo la revolución?

–¿Cuál revolución? ¿La socialista? ¿La del cambio de estructura o de la superestructura política, también llamada revolución política? Podemos hablar incluso de la revolución democrática, ¡Qué sé yo!

Justo me tenía que tocar un tipo con más despelote en la cabeza que yo. Pero tengo que reconocer que su respuesta, o falta de ella, realmente me ayudó. Creo que es mejor cuando la gente se mueve sin saber bien, o quizás sería mejor decir, sin interesarle, en qué parte hay que archivar y con qué membrete lo que está haciendo. Por lo general, los comentaristas deportivos vienen después.

Lo solté y me fui trotando hacia la parte de atrás. Por el camino me encontré a mi amiga, la enfermera línea caliente, que venía con un obrero colgado de su hombro. El pibe caminaba mal porque tenía un balazo en una pierna. La interrogué con la mirada y ella aprovechó para hacer un descanso con su paciente de emergencia, que no se quejaba para nada, como un verdadero soldado, de los que no se quejan.

–Abrieron un boquete en el alambrado de atrás para entrar con unos autos llenos de tipos armados. Pudo entrar uno solo, pero los chicos de los autoelevadores lo ensartaron como churrasco de croto y con ese mismo Falcon, con fachos y todo adentro, volvieron a taponar la entrada. Parece una película con efectos especiales. Es increíble lo que puede la tecnología.

–¿Hay muchos heridos? –dije apreciando el daño infligido al compañero baleado.

–De bala, nuestros, que yo sepa es el único –dijo acariciando la cabeza del muchacho. De ellos puede ser que haya algunos, pero que se la arreglen por su cuenta.

–Claro, cada ejército con su retaguardia. La de ellos llega hasta Estados Unidos. ¿Y el blindado funcionó?

–¡Espectacular! Si no hubiera sido por los blindados nos pasaban por encima. Me parece que se asustaron porque le tiraron un par de tiros y rebotaban de lo mejor. Les estamos ganando la batalla psicológica. Los confundieron con tanques de guerra.

–¡Son tanques de guerra! –dije orgulloso.

–Pero no tienen armas –chilló recién el herido con cierto resentimiento.

–Son tanques generación post-caída del Muro. Su fuerte es la resistencia pasiva.

–¡Pero así no vamos a ganar nunca!

–Vos tenés que imaginártelos por millones.

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