martes, 16 de noviembre de 2010

SUEÑO EN ROJO Y NEGRO - José Ch. Moya

SPASKY EN EL TABLERO (PAG 137)

El pueblo podría estar ubicado en cualquier provincia periférica. Me corrijo, en cualquier provincia, a secas. Menos en la capital. ¿Capital de quién? Y algo lejos.

Se llegaría por una ruta poblada de camiones cargados con los así llamados productos de la tierra. Camiones lentos y sudorosos rumbo a un puerto de ficción en un país de ficción, con camioneros de gorra, la barba crecida, puntiaguda, y puchos que se apagan entre los dedos.

Los costados de la ruta estaría salpicados, aquí y allá, por manchones plateados de cing que bien podrían haber sido silos, tanques australianos o simples techos de ranchos posmodernos. Vacas. Habrían algunas vacas, pastando si hubiese pasto. Mirando directo a los ojos atravez de las ventanillas de las cosas plateadas que surca su vida sin encontrarle demasiada explicación. Las vacas suplantan este tipo de problemas por otros. Igual que nosotros. O caballos, más a mi medida, por lo de las leyendas de guerreros de estos últimos veinte siglos. Nunca honraremos suficientemente a los caballos.

El largo camino se había apagado por el sueño cómplice. Sólo por momentos. Los que no estaban ocupados por llantos chillones, señoras no lo suficientemente delgadas, viajantes perversos, todos sentándose copiosamente a mi lado, arrugándome el diario viejo de la mañana, sin poder molestarme con su probable charla convencional seguramente tachadas de problemas como la falta de plata, de cultura en general y ¿adónde van a parar estos chicos? Sí, adónde van a parar.

–¿Adónde va a parar? Sr.

–Y ...no sé, yo siempre creí en la revolución permanente, en el cambio de estructuras. Además no creo sinceramente que esto vaya a parar en lado alguno. No se si me explico.

El chofer me devolvía una mirada atónita, la viejita del asiento vecino se interesaba, y el joven de la radio-oreja seguía ignorándome. El asalariado me mostró los dedos juntos de su mano derecha, apuntando para arriba intermitentes, en el típico gesto itálico que tan cómodamente se instaló entre nosotros los criollos de esta tierra.

–¡Mah qué revolución, viejo ¡ Te pregunto dónde te bajás. Estamos en la terminal de Gral. General, aunque no lo parezca.

–Todos deberíamos desconfiar de las apariencias –devolví a modo de respuesta final, mientras iniciaba la operación rescate de mi columna vertebral mal consolidada con mi asiento compañero.

Fui el único pasajero en descender (probablemente en la última década) el único en permanecer en la vereda de tierra, mientras el cole se alejaba maldiciendo, el único en poblar la terminal de omnibus estancada en un silencio opaco como de tapera. Lo único auspicioso era la hora temprana. Pero esa debilidad cedería, naturalmente, con el tiempo.

Sabía que Spasky –dicho sea de paso, fui yo quién le colgó ese nombre- era nativo de un pueblo de esa parte del mundo. Podía pifiarle por unos cientos de kilómetros, pero esa diferencia es como si se disolviera en las pampas. Las distancias son tan grandes que simplemente desaparecen.

Su ascendencia debía ser polaca, y en este caso su aspecto coincidía con lo que el imaginario popular cree que es el polaco: rubio, grandote, coloradote, y en esa medida bastante torpe e inocente. .

Me hubiese sido del todo útil conocer sus así llamados datos de filiación, como se acostumbra dentro de las normas tradicionales de la convivencia humana. Pero por los finales de los 70 la verdadera identidad no nos interesaba. Nos referimos a la identidad que está en los papelitos. Y es fácil darse cuenta porqué: no éramos una maldita oficina de registro civil.

Desconocer la verdadera identidad, además, agregaba otros beneficios tanto para el usuario directo como para la colectividad. El primero, el más formal, era un tanto ridículo pero gratificante: uno tenía la posibilidad –muy rara en la vida común de las gentes- de ponerse un nombre nuevo y no del tipo de apodo, precisamente. Podían ser nombres y apellidos en serio: John Smith, por ejemplo. O Segundo Sombra.

El otro, que tenía que ver con la ecología demográfica del sistema de aquellos años, era que vos no podías mandar a nadie en cana apelando a su verdadero nombre, dato interesante si los había para Ellos. Aunque te lo propusieran. O cedieras al cachetazo. Es un inocente decir, para no caer en truculencias.

Parece mentira la importancia que tiene el apellido. Mi viejo sigue diciendo que el apellido lo es todo. Creo que está denunciando una tensión padre-hijo. O se trata de una reivindicación velada del traslado de su propio apellido. ¿Y qué de mis hijos? Bien. Quizás haya allí una simbiosis entre forma y contenidos.

Todas estas absurdas ideas me atacaban mientras seguía parado en medio de una supuesta parada de colectivos, el polvo ya sedimentado, el eco de los ruidos absorbido por el éter. Ni siquiera me podía sentar sobre la valija porque no tenía valija. Nada más que un miserable bolso de exmetalúrgico con una muda de ropa interior y unos libros descuajeringados que mezclan London con Platón, o con Arlt. No se si leo para conocerlos o es que quiero fabricar un nuevo autor con ellos. En cuyo caso el autor, dejando de lado las vergüenzas, sería yo.

Por un momento pensé en dejar todo como estaba, o como no estaba, y ponerme a leer un poco. Quizás Spasky pasara a caballo por ahí, y me viese parado y leyendo un libro, como quién predica en el desierto. Y me hubiera reconocido por esto último. Pero la misión era encontrarlo y no que él me encontrase a mí.

Independientemente de mi voluntad, mis pasos se dirigieron a la única construcción razonable en los alrededores. Somos esclavos de la cultura. Era un almacén de ramos generales. Me corrijo: lo que antes tenía ese jugoso nombre. Ahora era un multirubros en ruinas. Antes, las ruinas necesitaban de centurias para constituirse como tales, ahora apenas unos años. Perdían en nobleza y no dejaba de ser un fraude.

En el almacén tampoco había nadie. Quizás nos habían invadido los marcianos y por algún motivo a investigar, habían comenzado por General General. Un mostrador como la gente atravesaba de pared a pared toda la estancia. Algunas botellas y vasos a medio consumir confirmaban la especie de la invasión. Aunque no necesariamente de extraterrestres.

Era agradable estar allí solo, respirando esas sombras cargadas de sabor a alfalfa y caña quemada. Todos tenemos un gen agroganadero. Está en la sangre y en algún recuerdo muy lejano.

En una esquina del salón, no disimulado en sus colores primitivos, sobrevivía un teléfono público que había ignorado el ruinoso salto de lo público a lo privado. A su lado, y sobre una pila de bolsas, presumiblemente de maiz, yacía despatarrada una guía de teléfonos de hojas cuarteadas por las inclemencias del tiempo. Aparte de los pocos teléfonos de Gral. Gral. estaban también los de un par de localidades vecinas con nombre indígenas, para compensar. Solo por cábala o por ese aburrimiento que siempre nos acompaña busqué “Spasky” en la letra correspondiente. Volví y revolví mis pasos abecedarios hasta caer en que la hoja en cuestión estaba prolijamente arrancada de sus cimientos gráficos. Si alguien necesita papel, vaya a saber para qué urgencias, va a arrancar las primeras o las últimas páginas. Raramente las del interior. Raramente.

El ¡hurra! Sonó fuera de todo contexto deportivo y venía de algún sitio detrás del establecimiento. Sólo tuve que seguir la onda sonora. Llegué a un patio limitado, al fondo, por la pampa, lo que al revés de lo que podría suponerse, no le quitaba entidad humana. Me encontré con un grupo de personas que rodeaba a algo o alguien sentados frente a frente separados presumiblemente por una pequeña mesa. Después de todo los marcianos no habían acabado aún su tarea.

El grupo gozaba la sombra de un noble sauce en las postrimerías de su prédica vegetal. Otro ¡hurra! Este más acotado me confirmó que en el interior de esa reunión había una competencia. Pulseadas, pensé. Pulseadas al mediodía en General General. Esto no va por cable a ninguna otra localidad del orbe.

Recién supe de qué se trataba cuando logré asomarme al centro por encima de un buen par de hombros forjados con bolsas de trigo de setenta kilos. Había dos tipos jugando al ajedrez. Los hurra provenían de los momentos en que se habían comido recíprocamente un peón cada uno, y que yacían ya fuera de juego a pesar de ellos. Los dos miraban con resentimiento al resto de las piezas en juego como esperando que ellas mismas dispusieran una estrategia como la gente.

El resto de los hombres del corrillo amenazaban y alentaban simultáneamente a ambos contendientes, encerrados en un espeso mutismo, sin esperar absolutamente nada, ni de los jugadores, ni del juego en particular , ni de la filosofía del enfrentamiento en general. Sólo trataban de detener el tiempo en cuestión. Usarlo para algo.

El de los hombros hercúleos no tuvo más remedio que dedicarme una mirada, ya que no se terminaba de acostumbrar a mi aliento de viajero en su nuca. No necesitó hablar para preguntarme que diablos estaba haciendo allí; por cuanto seguiría molestándolo; y que recién mañana a la noche pasaba el colectivo de vuelta al exterior de General General.

Le iba a contestar puntualmente al gesto inhospitalario pero en honor a mis años de paciente entrenamiento ataqué con un : “Lo aconsejable es un peón cuatro alfil reina, para después sacar el caballo, me refiero a las blancas, claro”. Creo que la palabra “caballo” fue la que produjo el milagro. En pocos segundos más estaba yo empeñado en una conferencia acerca del rol de la apertura en el ajedrez, tratando de recordar algunos gambitos y el siempre enigmático y sorprendente Jaque Pastor.

La gente no participaba mucho pero ponía mucha atención, quizás más que en mis palabras, en mis gestos citadinos. El problema era que independientemente de mi sanata pretendidamente científica, tachonada de lugares comunes como “lo importante es pensar bien antes de mover” “hay que jugar para el golpe”(concepto del todo filosófico pirateado de la práctica del billar) “el ajedrez es un reflejo de las relaciones sociales” etc. era que, al parecer, nadie sabía jugarlo. Menos mal.

Sea como sea mi presencia fue un catalizador. Logré el desparramo relativamente ordenado.

Alcancé al grandote cuando había arrancado un Fíat introducido en las pampas por Juan de Garay. Sin que le llegara a formular la pregunta y por sobre el estruendo del motor me dijo:

–Alcanzó a enseñarnos como se colocan las piezas. Después se fue.

–¿De quién hablamos? –dije rápidamente metiéndome nuevamente en la misión.

–¿Cómo de quién? De Spasky. Todos sabíamos que algún día alguien de allá lo iba a venir a buscar.

Fue inútil insistirle al buen hombre por información sobre del actual paradero (de Spasky) y/o en su defecto acerca de cualquier indicio que condujera a tal efecto.

Además tenía la tarea de encubrir mi tarea. Sería interesante preguntarse por la verdadera razón en que esto debiera ser así. ¿Se notaba la impostura al punto en que, por ejemplo, el del tractor me dominaba ampliamente, y no sólo por estar subido allá arriba? ¿Porqué no podía presentarme directamente como un pariente a punto de comunicarle la buena nueva a nuestro inapreciable Spasky, del tipo de “ha heredado Ud, un millón de dólares? (¿y porqué un millón, y de dólares?)

¿Y si realmente hubiera heredado acaso no se trataría de evitar la polvareda? ¿Porqué era tan evidente que la naturaleza del misterio no se asociaba con buenas ni con nuevas?

El otro parecía querer asfixiarme con las negras bocanadas de su mítico tractor. Cada acelerada era una maldición mecánica y de la otra. Iba a proponerle un chantaje interesante. Un dato cierto a cambio de un curso acelerado de ajedrez primitivo. Pero el tipo jugaba de local y adivinaba todas mis movidas.

Un poco para ganar tiempo le disparé: “No entiendo por qué estaban jugando afuera. El boliche del que Uds. gozan es un entorno interesante para desarrollar la necesaria bohemia ajedrecística.”

–Spasky nos recomendó que no perdiéramos contacto con la naturaleza. Algo del adentro y el afuera. No sé. Al momento de arrancar me gritó:

–¡Pregunte ...comisaria!

¿Porqué no? Repuse para mis adentros, después de todo vivimos en una democracia que supimos conseguir.

Nunca como en ese momento, ese absurdo me produjo tanta vergüenza.

No fui a la comisaría. La comisaría vino a mí. El milico me estaba esperando en la esquina. Supe que era milico por las medias blancas reglamentarias y por el bigote dibujado. El resto de la indumentaria, desprolija y carente de mensaje alguno, no alcanzaba a contrarrestar aquellas señales inequívocas, universales y casi provocativas.

El policía estaba apoyado sobre el centro de las plantas de sus pies abiertos a veinte grados. No sobre los talones ni sobre sus dedos, no. Nadie que no sea militar se va a para así sobre este mundo. A propósito, mi viejo, que fue boxeador, me decía que en el viril deporte uno debía saber con qué mano te iba a pegar el otro, y cómo, con solo mirarle los pies. Lástima no haber aprendido la técnica.

Si la acción se hubiese desarrollado en una calle céntrica de Rosario o Mar del Plata, por ejemplo, la cosa era fácil de manejar. Sólo se trataba de seguir de largo. O de jugar a los espejos retrovisores. Pero en General General todo era distinto. Haber aprendido tanto para nada.

Mi selector de opciones me indicó que lo menos comprometedor era encararme con el agente público.¿Porqué la situación me parecía una mala copia de otra escena igual pero realmente dramática? ¿Cuál más dramática? Me faltaron metros para resolver el enigma. Tuve que iniciar el diálogo sin convicción.

–¡Lindo pueblo! ¡Acá sí que da gusto vivir! ¡Qué aire tienen ustedes! –podía seguir diciendo sandeces de ese tono toda la mañana. El policía pasó la ramita que estaba chupando del lado izquierdo de su boca a la comisura derecha de la misma. Lo que indicaba que estaba vivo. Me miraba directo a los ojos. Preocupante.

–Ando de paso por aquí, cosas de negocios. Recién baje del cole. Y el ajedrez...– buscaba algo en los bolsillos que realmente desconocía. Ya no fumaba, por desgracia. No es bueno cuando las manos buscan una salida por su cuenta. El milico devolvió la ramita a la posición A y seguía mirando, a esa altura, mi cerebelo. Pensé que tal vez no tuviera poderes especiales como Superman o El Hombre Araña. Razonamiento que llevó indirectamente a cambiar el trato tan tradicionalmente genuflexo.

–¡Y Ud. me a dar la manito que necesito! –dije con fuerza y ceño fruncido- para eso está la cana ¿no?

El policía sintió el impacto como si le hubiera pegado una patada entre las piernas. Casi hace la venia. Recordé cuantas veces nuestra vida dependió de un milagro sociológico parecido.

–¡Pa’ servirle, Jefe! Acá estamos pa’ servirle –y desapareció el balanceo cuartelero desde sus alpargatas para arriba- Cabo Primero Molina, a cargo de la unidad policial de General. Justamente lo estaba esperando por las dudas.

–Sí, claro. Voy a necesitar un alojamiento por hoy y mañana. Que no sea caro ni lejos del centro.

El milico achicó más todavía los ojitos. Y era difícil decidir si era por lo del precio o por lo de las distancia

–No va a tener suerte, aparcero. Acá no hay alojamiento de ningún tipo ni forma.

Me sorprendió el giro lingüístico pero insistí argumentando que la gente en algún lugar debe vivir. Comer, dormir, asearse. En fin. Mi tono ya no era jactancioso.

–Es que acá en General –el policía insistía en demostrarme cómo la gente llamaba a su propio pueblo- cada persona tiene donde vivir. No hay hoteles porque sino se hubieran fundido.

Iba a observar la peculiar mecánica del pensamiento oficial, pero al punto rechacé la idea. De lo que se trataba era de zafar de ese allí y de ese ahora. Empecé a alejarme con un “que se le va a hacer” “ya se me ocurrirá algo” cuando el policía me abarajó.

–De ninguna manera, aparcero. Ud. se me viene a la comisaría. Hay lugar de sobra, frazadas, agua y fuego para tomar mate. Acá no dejamos en banda a la gente. Claro que nunca viene nadie ¿vió?

Mi mirada atropelló la pregunta ¿en qué momento perdí el hábito de fintear con la policía? Bajé la guardia y el milico me adivinó de acá a la China.

–El único debe haber sido Spasky. Sí, señor, por lo menos en los últimos diez años. Ahora Ud, claro. Y el también se alojó en la comisaría.

Ya no sabía si me estaba invitando o metiéndome preso.

Cuando me dijo “llegamos” no pude menos que sonreír. La comisaría en cuestión era todo un rancho. O simplemente un rancho Da lo mismo. Era como uno se imagina los ranchos. Esos que se solían entrever desde los trenes, cuando había trenes. O los que adornaban los almanaques o algunas ilustraciones del Martín Fierro.

Techo a dos aguas de paja firme y misteriosamente amarradas. Paredes macizas de adobe de barro dispuestas sólidamente en un cuadrado perfecto de ocho por ocho, más o menos. Pensé que sería fácil huir por el techo. Debo reconocer que ando pobre de asociaciones. Y puedo atribuir a lo lentamente vertiginoso de la acción, la sorpresa inicial cuando finalmente entramos al edificio: no había elementos a la vista que demostraran que estábamos dentro de una comisaría. No había rejas de hierro en las ventanas, ni escritorios grises e impersonales. No había escudos ovales ni biblioratos con agujeros para los índices derechos. Tampoco se sospechaba un calabozo. Cero máquina de escribir negra y cantarina. Quizás el cepo estaría debajo de la cama. Porque cama, mejor dicho, catre, sí había. Es más, parecía que el resto del mobiliario vivía en función del catre. Quizás fuera así. Dos palos en cruz sostenían la lona endurecida por el uso. Un fino poncho a modo de sábana occidental, y un recado como almohada. El cepo, abajo, no asomaba por ningún lado. El catre ocupaba el lado más oscuro de la estancia. En el centro estaba ubicada la mesa con dos sillas de paja enfrentadas. Una cocina a leña devenida en gas a garrafa equilibraba el mobiliario definitivamente hacia lo privado y no a lo oficial.

No me hubiera sorprendido si una china con trenzas se me hubiera materializado con un mate recién cebado en la mano. Estaba dentro de un cuadro de Molina Campos.

Pero el del mate era el comisario-cabo. Y sí, estaba recién cebado.

–No será un hotel pero hay comodidades. Tenemos otro catre guardado debajo del catre oficial -la locuacidad del policía tenía que ver con que ahora jugaba de local- claro que antes la comisaría era distinta.

Con la punta de la alpargata señaló una marca poco disimulada en el suelo de cemento que cortaba la pieza en dos partes iguales.

–Antes acá estaban los calabozos. Teníamos dos con puerta de fierro y todo.

–¿Todo?

–Claro, sin ventanas, catre de porlan y vinchucas como para hacer dulce. Pero eso fue “antes”.

Me quedé con el mate en la mano pensando en cual sería la frontera histórica de que se trataba. Podía ser el “antes” de la campaña al desierto y después; en el “antes” del voto calificado y después; o del Proceso y después, o sea de ahora. Porque ahora es ahora, o sea después de, pero no tanto. Todos nos entendemos.

–Nos entendemos, repetí en voz alta como para confundir en serio la situación.

–Claro, “antes” de Spasky. –en el agua de la zona debería haber algo que hacía que sus gentes adivinaran el pensamiento, o yo estaba con mis defensas totalmente bajas.

El funcionario policial interpretó a la perfección mi gesto de sentarme a la mesa, ligeramente despatarrado, la oreja derecha disimuladamente adelantada y el rictus contenido de mascar limón.

Lo entendió porque no necesitó mi venia para despacharse:

–Sí, Spasky cayó un buen día a la comisaría de General General. O sea acá mismo, más o menos como Ud. medio perdido. Pero ¿cómo le puedo decir? No perdido del todo. Porque había sido que el buen hombre era nativo de por estos pagos. Eso decía. Y que –claro- ya no conocía nada porque él se había ido, hacía por lo menos 20 años. ¡Bah! ¡Se había ido! ¡Se lo habían llevado! Alguien se lo había llevado cuando apena tenía tres años. Y el pobre había averiguado vaya a saber cómo, la verdad de las cosas y después de mucho pensar se había largado para hurgar un poco. Buscar la familia y todo eso. No por la plata y esas cosas, que él estaba seguro de venir de familia pobre. El quería rastrear a los viejos. Por ahí algún hermano. El decía que todo lo que recordaba era un caballo viejo, ruano, flaco y sin tusar, y atrás un australiano grande como una cancha de fútbol y un molino roto más atrás en medio de los eucaliptos Como una postal ¿vió?

Todo esto no me lo contó a mí, claro. Yo para esa época recién entraba al servicio. Estaba más cerca de ser un preso que un agente. No, esto se lo contó al verdadero Comisario, al comisario-comisario.

Spasky le cayó bien al comisario. Spasky le caía bien a todo el mundo. Fíjese que el comisario se llegó a emocionar hasta las lágrimas con lo de este cristiano. Porque además traía un zapatito de bebé en el bolsillo y decía que el otro se lo había quedado la mamá, como una especie de profecía. Como que la Vieja le había dejado una pista. Y decía que un día leyendo a un tal Hugo Víctor se le había prendido la lamparita y revolvió cielo y tierra hasta dar con General General. Ahora venía lo más fulero.

–Y bueno, para que está la polecía, ¿amigo?. –le había dicho el comisario estirando lo de amigo, bajo el signo de interrogación, porque no se animaba a preguntarle de frente como se llamaba.

–Fernández. Macedonio Fernández. Igual, todos me dicen Spasky. Pero a esta altura del partido andá a saber cómo me llamo.

–No diga eso m’hijo, el nombre es lo más sagrado que hay. Casi es lo único sagrado.

–Si Ud. lo dice mi comisario.

La tarde o la noche daban la pelea por quedarse con el escenario, pero no podían. Es porque las tinieblas de adentro superan a las de afuera. Las verdaderas tinieblas. Un perro le ladraría a otro por temor o por rutina, a lo lejos. El sonido horizontal de un motor lanzado hasta el final cortaba las cosas por la mitad, como sandías. Se fue afinando sobre sí mismo, sobrevivió aún un eterno instante y se fue, dejándonos a los dos incómodos en las rígidas interpretaciones de nuestros papeles.

Pensé que Spasky era un tipo interesante. Y un fanático de la improvisación.

El comisario a secas entendió que mi silencio era de espera. Despaciosamente, como haciéndose rogar por una tercera persona inexistente, desembarcó sobre el pobre escritorio los infaltables adminículos para armar cigarrillos. Seguía representando su rol con la firme y serena convicción de aquel que sabe que finalmente en algún momento va a llover. También podía ser una pose estudiada con algún esmero. Pose o no el cigarrillo lo armó como Dios manda. Sus finos dedos parecían incorporados al conjunto mediante algún tipo de pacto no del todo legal. Se rechazaban con el resto de su humanidad. Estaban pensados para exóticas tareas descartando las típicamente policíacas. No amagó con convidarme, pero no me lo negó cuando se lo pedí más que nada para preservar el clima, quebrando por única vez mi cruzada antipucho.

Recién retomó la historia cuando exhaló medio cigarrillo. Creo que el tabaco suavizó la segunda parte, como hermanados por la familiaridad que impone el humo al compartir un vicio menor, pero vicio al fin.

“Si Ud. me lo pregunta –es un decir- si el Comisario se creyó de entrada el cuento de Spasky, yo le diría que no. O sea que la parte superficial de la historia, no. Pero la médula espinal de la historia –y estoy diciendo palabra por palabra lo que el Comisario me repitió hasta podrirme- sí. Y es que la verdad siempre tiene que venir en algún envase. Es como el vino. “ El vidrio –cabo- no sólo limita el vino, lo ayuda, lo permite, lo contiene. El vidrio, mi amigo, es la negación del vino. Es su otra esencia.”

Bueh, así las cosas. El Comisario lo aloja por unos días en el calabozo Uno, con el compromiso de darle una mano a Spasky para que se encuentre o entere de su pasado familiar. ¿Qué pidió a cambio? Y sí, que Spasky le enseñara a jugar al ajedrez, con el siguiente doblez convenido: a él le enseñaría al cien por cien, pero también debía enseñarle a unos cuantos paisanos. En este último caso sólo al cincuenta por ciento.

Recuerdo entonces que Spasky le dijo: “lo que me pide es absolutamente impracticable. Lo que mueve el juego es el talento natural. Por más que le enseñe todo lo que sé, por ahí viene un boyerito genial que apenas sabe sentarse al tablero y lo pasa por encima.”

–Entonces me va a enseñar a mi solo. A la peonada me le enseña a puro poner las piezas en el tablero. A lo sumo que muevan un par de piezas.

–Algún peón.

–Sí, todo el problema acá son los peones. Por lo menos es lo que decían los estancieros de por estos pagos.

–No me refería a los peones “lucha de clases”.

Y acá tengo que recordar (porque lo escuché por días enteros y a toda hora) que el Comisario quedó como hechizado con la frase lucha de clases. Se paraba con los pulgares haciendo fuerza para abajo en el cinto, el pecho salido, mirando al horizonte que partía el mundo en dos: “lucha de clases”. Repetía las palabras como invocando alguna cábala.

Así que es de suponer que el comisario-comisario y el forastero llegaran a un acuerdo. Digo esto porque a mí, lo que es desde ese día, no me tiraron ni un mendrugo. Me refiero a la historia. Quedé totalmente afuera.

Spasky se encerraba con el jefe adentro del calabozo con el farol a querosén y se pasaban las horas. Si uno se arrimaba con cuidado a la puerta de fierro se escuchaba solamente un murmullo de vez en cuando. Pero no parecía una charla o una lección. Más bien una confesión. ¡Vaya a saber!

Eso duró una semana, dos días y medio día más. El martes a las 12 hs. a.m. fui como todos los mediodías con la viandita para tres que prepara doña Argentina y que ese día se le había dado por el osobuco. Así que llego medio al trote para que no se enfríe la comida y fíjese que no encuentro a nadie en la comisaría. Espero un rato como manda el Reglamento y nada. Me pongo a comer solo para no ofender a la comida que es sagrada. Pasan un par de horas y nada. Decido irme al boliche, que es como “el centro nervioso del sistema” –decía el comisario y tenía razón- pero tampoco pasa nada. O sea, para hacerla corta, que desde ese día sencillamente los dos desaparecieron de General y también del mapa. El Comisario no vino ni a cobrar el sueldo atrasado –como corresponde- de tres meses. Y Spasky había dejado como recuerdo un tablero de ajedrez con todas las piezas.”

Acá el comisario a secas hizo un alto, más que nada porque pensó que era lo que correspondía a un buen narrador. Se veía que tenía unas ganas bárbaras de seguir hablando, pero se tomó el tiempo largo que exige un buen armado, con el salivazo final reflexivo. Somos esclavos de las convenciones, sobre todo de aquellas que sospechamos existen. Recién después siguió:

“Pero mire que soy bruto, me olvidaba lo más importante. Es que no estoy acostumbrado a contar historias verdaderas. En la primera noche en que los dos desaparecieron (que justo venía a coincidir con el primer franco largo que me tomaba después de dos meses) alguien anduvo trabajando duro en la comisaría. ¿Vió cómo es? Al otro día nadie había escuchado nada. ¡Mire si nadie va a escuchar! ¡Habían tirado abajo nada menos que los dos calabozos, y arrancado de cuajo todas la rejas de fierro de las ventanas. Los candados desaparecieron como por encanto, al igual que el Reminton que no era del Comisario.

Me llevó como una semana acomodar todo de nuevo, hasta que quedó como Ud. lo ve ahora, como una verdadera oficina de Turismo. ¿Qué le parece?”

Rebusqué en mi archivo memoria una frase hecha que cerrara definitivamente la amable charla y a la vez que me ubicara como neutral en esa suerte de interna no del todo reconocida. Una frase del tipo: “el hábito no hace al monje” o algo por el estilo. Me salió: “sólo estamos prisioneros de nosotros mismos”

Suficiente para preparar el inmerecido descanso nocturno.

Un cloqueo monocorde intermitente. Y próximo. Un rugido gasolero dentro de todo parejo y bastante más distante. Un relincho muy a pesar suyo. Delante y sólido un aroma a chorizo como para jerarquizar todos los sentidos. Y detrás el silencio propiciatorio de una mañana con un sol de cosecha.

Allí me di cuenta que estaba soñando. Porqué ¿cómo podía adivinar el sol si aún estaba dormido? Los ruidos, vaya y pase. El ruido o su ausencia son el espíritu del tiempo. Para destrabar el malentendido me propuse abrir por lo menos el ojo derecho.

Una gallina bataraza en edad de merecer me miraba planamente de costado. Cuando acomodaba su cogote para apuntarme mejor, cloqueaba. O murmuraba. Apenas se distraía para picotear aquí y allá restos de algún naufragio de pan.

Aproveché el ojo abierto y seguí mirando por encima de la gallina querendona. Atravez de la puerta abierta asomaba la masa temblorosa de un tractor que me resultó familiar. Respecto del olor a chorizo presumiblemente de campo, tuve que reconocer que era absolutamente patrimonio de la última parte del último sueño alusivo a mi nueva situación. Aparte de la bataraza no había nada para comer en esa, mi primer mañana en General-General.

Una vez levantado del catre, no pude evitar un ramalazo de vergüenza al comprobar que había dormido perfectamente vestido. Sabía que no habíamos estado bebiendo, pero el viejo sentido de culpa era el sentimiento más adecuado a las circunstancias.

Además estaba solo. Mi comisario ad-hoc estaría de rondín por las calles del pueblo. El rugido del tractor era la cosa más apremiante por resolver. Así que salí al exterior desperezándome un tanto afectadamente, como quién representa un papel de alguien que recién se levanta. Arriba del tractor había un hombre conocido. Pensé: “el grandote adivino, adivinó mi falta de rumbo”. Efectivamente.

–¿Preguntó?

–...

–Y está más perdido que turco en la nieblina –aseveró apelando al clásico pampeano.

–No tanto como antes pero más adentro –le dije usando uno de mis trucos dialécticos favoritos para confundir al enemigo.

El grandote de arriba del tractor, vestido como para un combate agrario de proporciones, me asombró una vez más. Ahora con su carácter para discernir estupideces y poder de conducción.

–Lo llevo.

–Me lleva.

–Si quiere lo llevo hasta la segunda parada de Spasky. Queda a una legua y media –y se quedó mirando con la certera ironía del que obliga al otro a sacar una improbable cuenta dentro del escolástico orden métrico decimal. El hombre de campo aún se gratifica con ese tipo de venganzas.

–Es acá cerca y ...

–¡Ya sé! –salté como un poseso, anticipándome enteramente dentro de su propio terreno- y no me pregunte como sabía que Ud. sabía que yo quería hacerlo.

–Nos estamos entendiendo- dijo el grandote, señalándome por donde podía trepar al monstruo de todos los ruidos.

Viajar enancado a un tractor así era lo más parecido a invadir un territorio no necesariamente enemigo a bordo de un Sherman. Me encontré hurgando los conceptos de paz y guerra y viceversa. Antes, una asonada carapintada en verano en la Gral. Paz . Y antes aún, una feliz caravana de tanques en el 8 de Tanques Gral. Necochea de Magdalena a través de los campos y de todo el futuro de un colimba de veinte años. Sí, no es posible concebir en forma aislada semejante construcciones humanas. Debe ser por lo que no tienen de humanas.

Yo envidiaba el asiento del grandote, fabricado particularmente para su culo monumental, salvo que el adminículo se adaptase a una mutación de la especie. ¿Y que otros cambios menos sutiles se hubieran operado en la raza agropecuaria? Quizás se tratase de celos. No hay que olvidarse que estas cosas están pensadas para un pasajero. Yo permanecía de pié, sobre una especie de estribo, agarrado como podía de unos guardabarros ideados para atacar el diluvio pampeano.

Pensé que mientras durara la travesía no podíamos hilvanar ninguna conversación como la gente a excepción que ambos nos leyéramos los labios, algo del todo impracticable. Nuevo error citadino.

–¿Habló? –las palabras cortas gritadas de costado podían atravesar la cerrada malla sonora.

–¡Si! – dije con fuerza apuntando a su oído derecho.

–¿Entendió?

–No. –iba a decir que todavía no, que más o menos, pero un poco más que antes. Pero la humanidad entera había descendido hasta el lenguaje simple de las palabras simples y fáciles como piedras. Estaba un poco descompensado con la ebullición nerviosa del lenguaje interior, pero no dejaba de tener su poesía..

Mientras, los brazos del titán aferrados al volante escuálido de metal, ganaba segundo a segundo la batalla contra el camino. Había allí un equilibrio perfecto. Un momento de reencuentro con el mundo de los mortales, ese que yo había abandonado en mi adolescencia y ocasionalmente entreveo con un poco de estupor y otro de vergüenza. Debería estar contento por el hallazgo.

–¡Busque! –y fue lo último que dijo hasta completar las famosas legua y media de rastrojo, eucaliptos y algunos pinos con pinta de intrusos. Legua y media de hacer camino hacia la nada, sugiriendo la imposibilidad de volver y no sólo retóricamente. ¿Por qué me acordé de aquel camino de Machado? ¿Porqué en pleno 2000 todo seguía machacándome los 70? ¿Porqué me estaba olvidando de la misión y qué clase de misión había sido? ¿Por qué las cosas y las gentes procedían de tal manera que evocaba una obra teatral improvisada y del todo ficcional? ¿Ficcional? ¿Y que hace esta idea nuevamente entre nosotros y en este momento? ¿Por qué todo mis desvaríos en los últimos diez años venían a morir en la duda metafísica de la identidad entre realidad y ficción, sus fronteras y mutuas y perversas invasiones. Y sus gobiernos. El gobierno de la ficción. La realidad del gobierno , su única realidad. ¿Qué tiene que ver el gobierno con todo esto? El escape del gasoil estaría envenenándome dulcemente.

Como el “llegamos” era obvio, no lo dijo para nada. En cambio me señaló, con su dedo de longaniza, un casco de estancia en medio de un monte símil oasis que producía una sombra a esa hora del todo aconsejable.

Me dio lástima abandonar la máquina de guerra. La certeza de la tierra firme bajo mis pies no compensaba la seguridad mecánica lograda en la última hora de aventura. En fin, hay todo tipo de sensualidades.

No sabía cómo despedirme o siquiera si debía despedirme. “Este viaje está cambiando mi personalidad”, pensé en un apretado pliegue de la circunstancia. Los viajes son para eso, me retruqué, conforme.

El grandote se despidió con un saludo monopalábrico, ahogado por la necesaria acelerada. Pudo haber dicho “suerte” o también “fuerte” o “muerte”. Preferí “suerte”. Llevándome las manos en forma de bocina le grité lo mismo. Un empate me pareció lo más justo. De todas formas no creo que él necesitara que alguien como yo le deseara suerte. Preferí quedarme solo del todo antes de empezar el nuevo capítulo que podría intitularse “El ataque a la estancia”.

Estancia era un decir. O un ridículo imaginario escolar. O quizás esa era una verdadera estancia ahora, Arg. 2000. Esa fue la reflexión a la que me precipité cuando arribé al caserío.

El primer círculo representaba un museo mecánico-agrícola-industrial. Se trataba de una verdadera exposición de máquinas, ruedas de fierro sublime, arado de rejas de campos más duros que los de ahora, motores mostrando impúdicamente sus cilindros y cigüeñales, en fin, cientificismo puro de la tracción y del dominio férreo –dicho sin metáfora alguna- del hombre sobre natura.

Además el primer círculo representaba una corta exposición socioeconómica de nuestra historia reciente, digo, desde la derrota, bien que episódica, sobre la tracción a sangre y la madera. Por eso era el primero, el de los fierros más nobles, sin plásticos equívocos. Los rayos de las ruedas ciclópeas, torneados exquisitamente, los engranajes semienterrados rebosantes de salud, muertos vivos, con sus aristas sin mella; mecanismos de transmisión frescos, fáciles, ingeniosos, infalibles, eternos. ¡Hasta el óxido los embellecía! Esa máquina enfrentaba a la naturaleza desde su misma naturaleza, siendo parte de ella y no su enemiga, dándole a aquella otra parte toda su posibilidad y respeto.

Podríamos estar hablando de la década del 10 o del 20 hasta la del 50 época de conservadores, incluyendo en el concepto a los radicales. Epoca de oro burguesa si la hubo. Unica. Granero del mundo. Quinta flota de los siete mares, diría mi viejo. No se podía caminar por la casa del tesoro de la nación, diría Perón. ¡Oh chatarra opulenta! ¡Paraíso viviente de cuanto ciruja ha sido concebido! Si un cataclismo universal redujese a polvo toda la civilización y sus construcciones mecánicas, incluyendo su tecnología mecánica, sólo sobrevirían orgullosas las de ésta generación, pensadas precisamente para burlar al tiempo. No sólo es de por estos días la especie que la historia se ha detenido porque llegó ya donde debía. Las máquinas de esa generación, al igual que la ideología que las inspiraban, reflejaba sin tanta alharaca como ahora que por aquellos tiempos el capitalismo y Dios eran lo mismo.

El segundo círculo era del todo previsible. Es increíble como las llamadas herramientas concentran toda la cultura de una época. Esta época podría reemplazar a sus sacerdotes simplemente por estos objetos. O por lo que queda o se insinúa de ellos. En primer lugar los asientos despanzurrados mostrando sus feos interiores. Entrañas de un material indefinible, seguramente sintéticos, recreando una suerte de arcada de la cosa sobre el viandante. Los gallardos fierros devinieron en alambres más carcomidos que aquellos, pobremente bañados en un níquel vergonzoso. Hasta el viento los doblaba con facilidad. Finalmente hicieron su aparición los fríos e impersonales acrílicos. Opacados por la humedad y la tierra, observaban el paso del tiempo con la estúpida superioridad del material invencible, quinta esencia del progreso humano.

Pude haber inventariado a su vez las distintas generaciones de este último período, hasta llegar a la insólita actualidad de la chapa de papel, del transistor contaminante y de la bolsita masiva de plástico. De hecho los últimos metros semejaban un fantástico cementerio de bolsitas de plástico con diversos logotipos flameando en libertad. No hay nada que entristezca más al campo, a los bosques e incluso a los desiertos que la grosera provocación del plástico en su estúpida forma de bolsa al viento. Esa cosa de llevar, barata, despreciable en la base de sustentación de la vida ciudadana. Y de su música perversa. Sabemos que cuando todo termine sólo nos heredaran estas formas.

Semiborracho por estas reflexiones casi tropiezo con lo que en sus buenos años sería, finalmente, el casco de la estancia. No lo supe enseguida, pero en realidad ya estaba caminando por el casco de la estancia. Se trataba más bien de la falta de ese casco. Era un lugar vacío, señalado aquí y allá con referencias edilicias de lo que inevitablemente ha sido destruido y no talado por el tiempo. El centro venía a estar representado por un techo milagrosamente sostenido por viejos postes de tronco. Tenía el aspecto de una carpa. A su alrededor, se contabilizaban varias decenas de metros de terreno trabajado. A medida que me internaba en esa falta de construcción iba identificando distintas plantas comestibles. Un cuadro de rabanitos, otro de lechuga, más allá un primoroso surco de tomates convenientemente amarrados a sus respectivos sargentos. Quizás pimientos y claro que choclos. Se trataba de una verdadera venganza de la planta sobre la civilización. La casa se había disuelto en sus primitivas composiciones químicas.

Pero también era la forma que tenía la naturaleza de testificar a favor del hombre. El hombre estaba allí por todos lados.

Y justo cuando iba a probar con un tomate relativamente pintón, la voz me detuvo.

–Le sugiero las habas. A los tomates todavía les falta. Como se sabe todo es una cuestión de tiempo y oportunidad.

–Creí tener la mía antes de saber del hortelano.

–Bueno no soy un can, si a eso se refiere, y todavía no sé si un hortelano en serio. Y no me pregunte más de la anécdota porque es lo único que sé. Los lugares comunes son de utilidad esencialmente práctica.

El hombre llevaba su larga barba con excelente dignidad. Todo en él giraba en torno a su barba, o, mejor dicho, a lo que ésta nos hacía acordar de historias pasadas. Blanca, desordenada en su caída sobre el pecho amplio, resaltando los ojos insólitamente celestes, enmarcando el resto de la cara apenas tocada por las inclemencias del tiempo. La barba se adueñaba del hombre y de su filosofía. Esta última seguía brotando como parte de un simposio que podía haberse titulado “Acerca de los hábitos del hortelano no vegetariano y su fiel compañero”.

–Además yo dejo comer. Es más, insisto en que el otro coma. No tomates verdes precisamente. Pero eso es un detalle. De lo que se trata es de no subestimar al perro. En todo caso éste no fue sorprendido: sabía que Ud. estaba viniendo. Es el curso lógico de los acontecimientos. Este fue el segundo paradero de Spasky y de su propia investigación, por llamarla de algún modo.

–Sí, a esta altura todo esto se parece a una persecución policial.

–Es que nuestro país se ha transformado en una cuestión básicamente policial.

–No se porqué presiento que ese tipo de sentencias son de reciente adquisición.

–No me avergüenza reconocer lo aprendido de Spasky. Me sorprende haberlas ignorado ex profeso durante tantos años. Al igual que el sentido de la autocrítica, como fácilmente puede apreciarse.

Dicho lo cual, me tomó de un brazo, amistosamente, o todo lo amistosamente que pudo, y nos trasladamos hacia una pequeña cabaña que estaba perfectamente disimulada detrás de unos insólitos tamariscos. Pero no estaba disimulada detrás de ninguna falsa ideología, que viene a ser lo más importante.

El lugar era agradablemente confortable. Uno de esos lugares donde las cosas no te asaltan. Están allí para agrado del hombre. O de esa parte del hombre que tiende a ignorar las cosas, precisamente. Por ejemplo, las sillas, ligeramente ladeadas al sol de la mañana, dejando que sus rayos dejen ver el polvo venerable acumulado. La mesa, con los restos de desayuno mostrándose agradecidos. El hombre, o al menos ese hombre encajaba allí perfectamente, o sería menos mecánico decir no que encajaba sino que danzaba.

Imponía respeto la biblioteca atiborrada de libros verdaderamente leídos, mal dispuestos por relecturas a destiempo. Un lecho, porque sería injusto llamarlo cama a secas, convenientemente ahuecado al centro, cubierto por unas mantas hechas manualmente. Una especie de fogón casi en el centro de la estancia, del que emergía, altivo, un Primus, como una seria imposición a determinadas costumbres que debieran dejar paso a otras más modernas y no por ello menos costumbres.

El único inconveniente a la vista, era que todo estaba pensado para uno. No alcancé a elaborar ninguna teoría que, a partir de ese descubrimiento, pusiera en tela de juicio mis exámenes anteriores. Sin embargo tenía el tiempo –quizás otorgado ex profeso- para gastar en tamañas reflexiones, porque el barbudo se tomaba el suyo al parecer saludando o pasando revista a lo que a todas luces constituía todo su patrimonio terrenal. Sedimentada que hubo la situación, y bajo la atenta presencia de sus cosas, comenzó la charla:

–El muchacho andaba buscando a su familia, creo. Al menos fue lo que dijo cuando llegó a la estancia. Cuando La Romilda era una estancia. Alguien - después supe que había sido el Comisario antes de perderse en la pampa - le había sugerido que yo podía ponerlo en la pista. Creía tener, y en esa medida sí que la tenía, cierta evidencia de su natalicio por estos pagos. No sé, un zapatito o algo así. Pero le confieso que esa parte de la historia siempre me pareció muy elaborada, como metida a martillazos.

La cosa es que el caballero cae muy respetuoso, muy humilde, pidiendo permiso. Eso fue lo que me convenció a ayudarlo. Mire que le estoy reconociendo, indirectamente, que yo no era muy solidario que digamos. Sí, eso de que la gente de campo ayuda a todo el mundo es un cuento chino. O a lo mejor me impresionó el insólito hecho de que los perros no le ladraran. Y aquí me tiene, dándole excusas a usted, otro extraño, de mis cambios de conducta a solo segundos de conocerlo a Spasky. Parece que se trata de una experiencia religiosa. Tal vez lo sea.

El caballero se presenta de forma bastante rara. Me da la mano y me dice: “Spasky ... para servirlo, o bueno, el nombre que sea, pero igual para servirlo. O sea que soy Spasky, pero en busca de mi verdadero nombre. Y estoy acá porque creo que Ud. me puede ayudar”. Y después viene la historia que usted ya debe conocer, sino no estaría en mi casa. Historia bastante fragmentada e inverosímil. Lo curioso es que mi contacto con ella era del todo irrelevante. Parecía que en La Romilda trabajó un matrimonio que allá por los fines de los sesenta había prestado servicios para una pareja con un nene chiquito. El padre rubio, grandote, la madre petisa, aindiada. Parece mentira la cantidad de parejas que acá en el campo se acercan a esa descripción. Y bueno, esa gente habría desaparecido de golpe y porrazo, y el pibe habría quedado en banda. No sé cómo se enteró este cristiano, pero se le había puesto en la cabeza que se trataba de él mismo. Se acordaba de un caballo y de un tanque australiano en un fondo de eucaliptos. Otra imagen estándar.

Yo de entrada le dije que no sabía nada, y noté el impacto en la mirada del muchacho. Así que me arrepentí en el acto. Después di vueltas con el asunto del matrimonio de caseros, que dicho sea de paso tampoco trabajaban más por estos pagos. Nunca estuve muy atento de la vida familiar de la peonada, pero por más que me concentraba no lograba recordar a aquella gente con un chico a cuestas. Menos con un chico rubio. Recuerdo que a medida que charlábamos los hombros se le vencían ligeramente. O era lo que me pareció después que fue lo que debió ocurrir. Bueno, lo hice pasar y se sentó a la mesa, mirando a campo traviesa por el ventanal de la sala. No me quedó más remedio que invitarlo a quedarse unos días y que hiciera las gestiones que quisiera. Se acovachó con el resto de los peones que por esa época eran más de veinte.

Spasky vivió por espacio de quince días en La Romilda. Fue cuando, precisamente, dejó de llamarse La Romilda. Spasky se integró de tal forma a las tareas diarias, que llegó un momento en que nadie quería mover un dedo si no lo hacía con este muchacho. Se levantaba a las cuatro con el resto de la gente y se quedaban tomando mate y charlando entre ellos. Bueno, charlando. En realidad se trataba de pequeñas conferencias. Casi asambleas. Me tendría que haber dado cuenta enseguida.

Pero fue leal. Una mañana se me acerca y me dice: “Le va a llegar un petitorio. Son cosas que pide la gente” Largué la carcajada, no sólo por lo absurdo de la idea, sino porque ni había nada que pedir, ni nadie que se atreviera a hacerlo. Lo que me hizo cambiar fue la mirada de él. No era de soberbia. Era una mirada tan cargada de afirmación, tan llena de fuerza y convencimiento, que no pude sino reconocer inmediatamente que en algún lugar yo estaba haciendo algo mal. Y desde cuándo.

Mucho tiempo después pensé que en realidad siempre esperé que esto terminara de alguna forma. Quiero decir, se trataba de una vida metida dentro de otra. Yo dirigía la estancia, cosechaba, vendía, hacía y deshacía pero siempre tenía otro tipo dentro mío con posturas escépticas, gestos irónicos, frases malditas. No cedí La Romilda a ese experimento ridículo de la Comuna de Productores Libres por convencimiento, ni menos aún por temor frente a algún tipo de presión u amenazas. La cedí porque Spasky me lo explicó.

Fue durante tres noches consecutivas. Nos sentábamos afuera, resguardados en el gran porche, en unos sillones de quebracho. Los grillos y las cigarras cantaban para nosotros. También el viento fresco del campo. Spasky no me habló de política, me habló de la vida. De cómo debemos encontrarnos nuevamente con nosotros. O eso fue lo que yo le entendí. Y fíjese que él era un pibe comparado conmigo. Y lo hacía de tal forma que daba la impresión que era yo el que aportaba esas ideas. También sabía que él mismo no pretendía nada con todo eso. El seguiría buscando. Y yo, supongo, comencé a hacerlo desde aquellas grandes noches.

Al principio me fue mal. Me acuerdo que un día carneé un novillo porque sí nomás, y me les caí con un vino reserva del mejor. Claro que comimos y chupamos hasta reventar, pero no pudimos charlar de otra cosa que no fuera de la lluvia, de que hacía falta arreglar el molino, y vuelta de la lluvia. Era como que yo quería decirles algo, pero no me salía. Recién al final Spasky propuso un brindis, que decía más o menos así: “Brindemos porque la tierra nos recupere”. Sospecho que de alguna forma los otros (¿y porqué no yo mismo?) lo veían como a un santo. Algo que la iglesia nos vendió y mató al mismo tiempo. Porque es muy probable que los santos sí existan. No van con halos, ni en sandalias, ni con esas chucherías marquetineras. Van simplemente entre los hombres, hablándoles, para que recuerden que son hombres.

Un buen día Spasky siguió su rumbo. Y fíjese lo curioso, nadie lo lamentó, en realidad. Claro que se lo extrañó, pero no con pesar. Al poco tiempo comenzaron las transformaciones. Y más transformaciones sobre lo transformado anteriormente. Tuvimos momentos muy atrapados por el delirio. Repartíamos entre todos hasta los juegos de cucharitas. Destruimos todo lo que funcionara con pilas y las parejas y matrimonios sanamente constituidos comenzaban a disolverse en la asamblea permanente. Los sumisos de antaño parecían senadores de la antigua Grecia. Los que querían dormir adentro de mi casa ya no pedían permiso. El trabajo, claro, se resentía día a día. Pero todos nos comprometíamos a levantarlo a la mañana siguiente.

Hasta que una buena noche nuevamente todo comenzó a cambiar. Parecía que el fantasma de Spasky hubiese retornado subrepticiamente. Me di cuenta cuando un expeón me trató nuevamente de “señor”, que si me hubiera dicho “patrón” hubiese pensado que era una cargada. Otro aportó que la Comuna era bárbara pero que si no sembrábamos en esos días jodíamos el año entero. Yo dije que la Comuna estaba para sembrar.

La historia es más larga , pero le digo el final. La mayoría de la peonada, a medida que hacía unos mangos, hacía el monito y arrancaba para otras latitudes, probablemente a algún campito de su propiedad.

Eso sí lejos de General General. Hubieron un par que se dedicó a la docencia, pero también se fueron aunque no tan lejos. Y hasta tuvimos un borrachín, que desertó del campo pero no del pueblo. Por ahí anda. Dice que es el secretario Adjunto de la Comuna. Pero lo dice con cariño y cuando se pasa definitivamente del otro lado. Todos terminaron yéndose de un campo rendidor como el solo, prácticamente de ellos, que se veía a la legua tenía mucho más para dar. Fuimos los primeros aplicar industrialmente lo que ahora llaman “orgánico”: aplicábamos técnicas de riego traídas de Israel y de Ucrania; sistematizábamos el trabajo operativo y administrativo desde Internet. Empezaron a venir de otros campos a copiarnos.

No sé. Creo que en el fondo ellos estaban convencidos que la tierra esta no les pertenecía. Creo que Spasky lo hubiera llamado no la metafísica del ser sino la metafísica del tener.

Así que cuando quedé definitivamente solo, terminé de regalar lo que me anclaba a mis varios pasados, me dejé la barba, como siempre había querido pero no animado, y me dediqué a leer y a pensar lo que leo.

A veces le hago a la escritura, que no es lo mismo que escribir. Yo me entiendo. ¡Ah! y resisto desde mi huerta.

Recién en ese punto del relato, a todas luces, punto final del relato, las cosas que me habían sorprendido en su existencia, cobraban su auténtica vida de cosas en nuestro cosmos. Entraban cómodamente aquí. Y se trataba de una verdadera presencia. El hombre, de quién aún no sabía su nombre, se acariciaba la barba pensativo. Se veía que no estaba acostumbrado a contar a extraños semejantes historias, fueran éstas verídicas o imaginarias. Quizás dudara del papel que él mismo se había asignado en esa historia. Tal vez alguna ausencia notable. Todo lo que fuera su familia, su mujer e hijos, habían desaparecido ene sa versión. Más adelante podrían reaparecer.

Debo reconocer que la ensoñación me había atrapado. Cuando el relato y el relator son buenos, es mentira que uno se olvida de uno mismo. Sucede lo inverso. Uno se acuerda, compara, se proyecta. Escuchando cada palabra y sin perder detalle reviven otros hombres, otras imágenes tan distintas y tan exactas con lo que el otro cuenta o inventa.

–Es lo que yo llamo la magia de Spasky –me sorprendió leyéndome la mente- que de ser el gran protagonista de la historia ha desaparecido sin pena ni gloria.

Iba a preguntar si desaparecido de qué historia, de la contada o de la otra, que también estaba por contarse. Todo es aire en movimiento.

–Quiero decir que nunca pudimos ayudar al muchacho en lo que respecta a su verdadera identidad. O ponerlo sobre alguna pista de sus padres, hermanos o parientes cercanos. Tampoco dejó dicho cual serían sus próximos pasos, pero seguro que allá no volvió –dio un cabezazo que apuntaba al nornordeste–. Yo que Ud. pregunto en los viejos talleres del ferrocarril, que ya sé que no están en la trayectoria lógica de Spasky pero sí en la política. Además por muchos años ese lugar fue el cerebro de General y alrededores.

–No le pregunté si jugaban al ajedrez con Spasky. Creo que de alguna manera está íntimamente ligado a esta historia. Pero es casi una cábala.

–Iniciamos una partida y no llegamos a finalizarla. Lo sorprendí con una apertura que él no conocía. Fue de lo único que no hablamos nunca: de esa partida. Quizás la usáramos para mandarnos algunos mensajes. Una noche con mi torre le di a entender que era mejor esperar. Pero él no estuvo de acuerdo y decidió cambiar nuestros mejores peones. Estaba orgulloso de que lo llamáramos Spasky. Es difícil encontrar gente que esté contenta con el nombre que le pusieron.

–En su caso fue un acto de necesidad y también de cierta veleidad artística de la que presumíamos por aquellos años. Porque fui yo el que le puso ese nombre.

–¡No me diga que Ud. es quién es! Lo mencionó un par de veces. Creo que hablando de los padres posibles.

–O de los reyes posibles y sus muertes.

¿Quién quiere esta lluvia? ¿Porqué la madre Naturaleza intenta comunicarse conmigo de esta maldita forma? ¿Porqué odio la lluvia? ¿Porqué el campo? Pude haber elegido un millón de formas distintas de perderme en la nada. Varias veces lo ensayé en la ciudad, en mis ciudades preferidas. En mis barrios de ultratumba, de noche, solo y triste. Y final. El Gordo Soriano escribiendo sobre el olvido. Nuestro olvido querido. Como la almohada que usamos para no dormirnos sobre ningún laurel.

Se hace camino al andar, al andar se hace camino y al volver la vista atrás verás un sendero en el rastrojo mojado que tardará solo un rato en olvidarme. Un rastrojo mecanizado exactamente a cuarenta centímetros de este suelo pampeano que supimos ignorar. Un rastrojo mutilado, despreciado, utilizado nada menos que para alimentar a medio mundo, pero sin darle el más mínimo crédito. Un resto maldito, útil solo para las ratas y los viajeros perdidos. Para testimoniar que van hacia algún lado, presumiblemente el poniente.

Un mar amarillo en calma chicha se extiende a mi alrededor. La lluvia copiosa cae sobre los muñones contranatura que a esa altura ya no extrañan a sus trigales. Quizás sólo aquel movimiento, aquellas olas doradas, que la rigidez del tallo impide. El vaho a pasto mojado es único: viene para quedarse. Empalaga el andar. Lo asocia con el chasquido blando que producen mis pasos al quebrar la ninguna resistencia de este muro soso. Por momentos pienso que puedo caer en un pozo y partirme el pescuezo. Pero el llano es aquí la verdadera entidad. Un pozo sería todo un fraude. Hay que convencerse de esa idea.

Podría estar más mojado. El viento debe estar secándome mientras me sigo mojando. Tal vez se trate de una cuestión de prioridades. Mientras siga perdido no me sentiré tan mojado.

El barbudo, del que quizás nunca sepa su nombre y que a los efectos que pudiera corresponder de aquí en más llamaré Comunero, me había indicado un rumbo presumiendo que yo sería todo un boyscout, o un guerrillero agrario de los sesenta. De más está decir que en General no hay señalamientos de ningún tipo. Una especie de anonimato socialmente extendido. Por la zona de los comuneros o excomuneros podría justificarse hasta la falta de alambrados, por obvias razones. Pero la idea se había desarrollado a toda la falta de orbe. Estaríamos recuperando el globo terráqueo de la invasión del hombre. Por no decir de los burgueses agrarios. O las siete plagas ya habían hecho lo suyo y todo simplemente estaba desaparecido. Sólo habían dejado el rastrojo y la lluvia que moja el rastrojo, y a un tipo que lo surcara oblicuamente a ningún lado.

El Comunero me dijo que iba a tropezar con las vías del ferrocarril, y que a partir de allí era pan comido. Se refería tautológicamente a que ese era el camino. Ignorando el hecho de que en realidad son dos caminos. Aunque, pensándolo bien, seguro que no lo ignoraba.

Fallé al entretenerme con la pseudo semántica discusión de si tenía que llamarlo ferrocarril o exferrocarril. Fallé porque no vi las vías, y efectivamente cumplí el designio de tropezar con ellas. El rastrojo es vengativo con el hombre. Seguirá su lucha hasta taparlo todo.

Decidí tomar por la derecha. En parte los rieles sobrevivientes atacaban la poesía del entorno incontaminado, en parte le ponían otro acorde. Un delicado trazo que sugiere un destino. O que lo exige.

La canción del linyera me atacó de entrada y ya no pude librarme de ella mientras duró la caminata. El sol de la tarde intentaba esparcir las nubes y extendía sus dominios en zonas enteras del cielo. Zonas liberadas. La pureza y la calma después de la batalla. Desde el terraplén apenas elevado yo participaba de todo el entorno celestial. ¡Cuántas batallas habrá que no conocemos! ¡Qué solo está el hombre! ¡Qué inútil es la palabra!

Ninguna nube como la gente vino a mi auxilio. Quizás lo mío ha sido siempre el gris, el natural y el otro. También el imaginario. Una larga vida gris. Gris compañero. Así que tuve que seguir caminando, mirando esta vez para abajo. Las vías del ferrocarril son una forma de tiranía.

Un mundo dentro de otro. El síndrome de las cajitas rusas, con perdón de la palabra. Los mundos yuxtapuestos de Asimov. Como se sabe las vías no sólo unen, también alejan. Y separan. Seccionan. Aquí trazaban una frontera entre el universo agrícola ganadero y el otro. Ahora, qué era el otro mundo estaba por investigarse. Tal vez nunca existió.

Esa última variante sería un problema para explicar porqué se levantaba contra el horizonte de agua una inmensa mole de ladrillos a modo de catedral pagana. Resultaba del todo ilógico, pero daba la impresión de que en ese muro terminaba el campo absolutamente.

Llegué hasta su base. Parecía un caballero que ha chocado contra el castillo de un ignoto rey allende los territorios conquistados. Me sorprendió la falta de foso. Pero puentes colgantes quizás hubiera. No tuve más remedio que comenzar a circuncaminar el fenómeno. De vez en cuando un par de rieles penetraban en el edificio. Pero lo que debiera ser una puerta o un portón se encontraban bloqueados por un símil construcción estándar. Se podría pensar en que la obra de refacción no era tal, sino más bien un intento de disimulo mal logrado, casi un mamarracho. Allí estaban las vías, muriendo en una estúpida pared. Aquí la pretensión de prolongar una hermosa arquitectura de magníficos ladrillos, rojos, potentes, eternos. Se podía tratar de una venganza, pero a esta conclusión es probable que haya llegado con posterioridad. No sabía que estaba por comenzar, pero no era un buen comienzo.

Debo haber caminado bastante. Ahora tenía el sol a mi espalda, y no recordaba haber doblado en ninguna esquina. ¿Y si en toda la construcción no hubiese aberturas? Tendría que haber marcado con una tiza el inicio de mi camino, método un tanto infantil pero efectivo. Estaba lamentando la falta de apego por las lecturas de fábulas, cuando encontré la puerta. Se trataba de un fiero chapón de hierro oxidado hasta el cansancio. Lucía impenetrable, con sus remaches agresivos. Quizás su fuerza se concentrara en el hecho de que se trataba de una puerta concebida para enanos, y alejaba todo intento por vulnerarla.

No hizo falta. Apenas la empujé se abrió sin estrépito. Sin dudar me interné en el otro mundo, aunque para ello tuve que agacharme considerablemente.

Hay que imaginarse un cielo techado, con cabreadas que se pierden a la altura ideal de ciertas nubes interiores. Un horizonte de ladrillos ahora oscuros, cavernarios. Una estancia llena de ecos que siguen multiplicándose quizás desde años atrás. La luz entraba en forma de columnas macizas por una supuestas ventanas ubicadas demasiado alto y se perdía en la distancia. Por alguna razón cromática todo a mi alrededor flotaba en un azul fuerte, un azul prusia o similar, y los corpúsculos que flotaban en el aire, suspendidos por la refracción de la luz, parecían la solución de una gran pecera. Yo estaría sumergido en un gran estanque sin saberlo. O sí.

El piso era de adoquines de piedra, finamente colocados, sin sobresaltos ni interrupciones. Serían grises o rojos como las viejas calles de Buenos Aires. Aún así, estaba seguro que no me encontraba en capital de orbe alguna. Aunque me resistiera a creerlo estaba en un inmenso taller diseñado para fabricar o reparar elementos no menores al eje del planeta.

Debo haber andado vacilando entre esa tenue penumbra un tiempo considerable. También noté que la dimensión del tiempo se ajustaba a tamañas realidades. O mejor sería decir se desajustaba. Creo que escuché voces humanas más por deseo que por simple hallazgo. Provenían de un extraño ámbito.

Se trataba de un pequeño departamento, modestamente amueblado, pero aparentemente con lo necesario como para enfrentar la rutinaria vida de hogar. Porque se trataba de un verdadero hogar. La cocina provista de un moderno artefacto a queroseno, una alacena suspendida con tarros de alimentos primorosamente etiquetados, una mesada de hierro forjado demasiado pesada para su modesto uso, y, en fin, una típica mesa pequeña, de patas rígidas e inquebrantables, cuadrada y lisa, con restos de masa constitutiva del famoso pan. Detrás de un breve cortinado se podía adivinar la pieza, la que gozaría de los mismos atributos que su hermana menor. Tal vez un gran espejo en forma de luna suspendida daría más personalidad a lo tan remanido, y una cama no tan ahuecada al centro.

Claro que todo esto adquiría una perspectiva especial por hallarse absolutamente desprovista de paredes. Es decir, por ser sus paredes las de la monstruosa construcción antediluviana. Se asemejaba a un departamento de utilería en un escenario también de utilería de alguna obra de teatro permanente expuesta.

Las cuatro personas estaban reunidas alrededor de la mesa y charlaban en voz demasiado alta, como si cada uno estuviese separado del otro por distancias insalvables. O como si estuviesen compenetrados de las distancias que los rodeaban y hablaran para un público en la periferia de la verdadera casa.

El eco deformaba la conversación. Por momentos daba la impresión que los diálogos se superponían. Quizás, más simplemente, hablaran a la vez, una práctica no necesariamente oriunda de tamañas latitudes y escondrijos. A medida que me acercaba podía reconstruir los discursos. Parecía que estaban practicando.

“Lo que resulta totalmente inadmisible...agravado por el hecho de que es el segundo Libro de Actas que desaparece” “Lo que no equivale a que desaparezcan las conclusiones arribadas...” “Ni su Secretario respectivo...dicho esto con un dejo de sorna, claro” “Digo, es delictivo” “Delito es la apropiación, incluida la intelectual” “No es que intente rehuir a una discusión, pero insisto que acá se trata de la ruptura más elemental...”

Acá llegué yo. Tengo que decir que ninguno se sorprendió en lo más mínimo. Podría pensar en que me estaban esperando. Solo me saludaron con movimiento de cabeza que incluía la invitación a sentarme y de hecho a compartir una polémica que parecía provenir de bastante tiempo atrás.

Al momento de sentarme sufrí la falta de paredes, esto es de cierta contención edilicia. Un hombre de las cavernas hubiese sentido lo mismo. En el centro de la mesa había dibujado, toscamente, un tablero de ajedrez donde resaltaban las casillas “negras” esta vez pintadas con un fuerte rojo. Tapado apenas con una pátina de harina seca, aparecía una leyenda en gruesos caracteres símil góticos: “La fraternidad piensa”.

Automáticamente busqué algún indicio de Spasky en los alrededores, pero de momento eso era todo. Mi vista se perdía en la distancia, y no sólo mi vista. Probablemente también mi ánimo. No podía concentrarme en la discusión en curso, o en la representación de la obra, o en lo que ese grupo estuviese haciendo. Alguien puso una mano grande como una grúa en mi hombro. Se sentía cálidamente amigable.

–Sepa disculpar, compañero –el dueño de la mano también hablaba cálidamente- nos cuesta interrumpir una discusión como ésta, de gran importancia. Pero no somos descorteses con los forasteros. Faltaríamos a un principio ético fundamental.

–Por eso votamos un Cuarto Intermedio –acotó un petiso con voz de falsete- hasta darle la bienvenida e instalarlo.

–Puede arrimarse a los salamines si gusta –agregó un tercer miembro flaco y alto como un mástil. Parecía una competencia de cordialidad, que de alguna manera estaba vinculada a la postergada discusión.

–¿Y porqué no a un vinito? –completó obligadamente el cuarto en discordia, un hombre trajeado con un feroz pañuelo rojo y negro asomándole a borbotones desde el pecho.

Esto último tuvo el efecto de una campanada. O el de un armisticio de sólidas bases. Todo el mundo se levantó y a los pocos segundos regresó a sentarse a la mesa pertrechado de sendos vasos de dimensiones acordes con el entorno. No eran de cristal. Y el vino de que gozaban tampoco sería de primerísima línea. Aunque uno nunca sabe.

El Cuarto Intermedio era generoso en tiempo y forma. Los contendientes o actores contendientes se comportaban extremadamente cariñosos entre sí. Y ese fluido también me envolvía. Ahora reían y bromeaban. Estaban hambrientos, además. Y como ocurre en circunstancias parecidas, calmada que hubo la primer oleada de animal requerimiento, comenzaron a observarme.

–Sabemos a qué se debe su presencia en estos parajes, compañero –el de las grandes manos disparaba el apelativo a cada oportunidad– de alguna forma lo estábamos esperando –dijo esto último sin pedir consentimiento del resto, pero lo tenía– en fin: bienvenido.

–Bienvenido a Grandes Talleres Ferro-General –apuntó el Petiso con sincera veneración.

–Ultimo Taller Sobreviviente –el bocadito del Flaco.

–Donde anida la Resistencia y La Fraternidad vive –el trajeado cerraba la idea.

Pensé que me tendría a acostumbrar al diálogo en forma de ronda. Parecía una mano de truco. Ahora tocaba mi turno. Pero preferí el recurso de irme al mazo. Para algo están las reglamentaciones.

Pensé que el cuarto intermedio incorporaría la tradicional siesta provinciana como una prolongación de la misma. No llegué a percibir que en ese ambiente todo formaba parte de un cuarto intermedio que separa dos trozos de asamblea, o de una asamblea que separa dos cuartos intermedios. Más o menos como la guerra y la paz mundiales. Sea como sea a las catorce horas, exactas, sonó una sirena solo comparable a la del Titanic, finalizando la jornada laboral. Me di cuenta por la automática distensión en los rostros. Se diría que guardaban los rictus y las poses para más tarde, para cuando fueran necesarias nuevamente. Como el trozo de mendrugo que acovacha el preso.

Ahora de civil, el compañero se ofreció a una recorrida guiada. Mientras los otros iniciaban sus prácticas domésticas, como preparar la comida o asear la cocina, nosotros nos alejamos con un rumbo incierto. La recorrida incluía, lógicamente, la historia del lugar y alrededores. El Compañero habló siempre mirando para adelante, con tono exageradamente docente

Hace apenas unos años acá trabajábamos más de quinientos obreros. Fabricábamos y reparábamos material ferroviario. Llegaron a fabricarse, inclusive, máquinas locomotoras diesel. Aunque ésa es una historia dentro de otra. Una especie de desafío con la anterior generación de trabajadores que, según ellos también habían fabricado de la nada una locomotora a vapor. Nada oficial. Quedó como una travesura entre nosotros. Los ingenieros engrasaban el mameluco como cualquier hijo de vecino. Los mecánicos reparaban las máquinas que producían máquinas. Parecíamos dueños absolutos de todas las posibilidades de la creación material. Había broncas, claro. Todo tipo de broncas. Una vuelta estuvimos en huelga como tres meses, y terminamos enfrentando al Ejército a los bulonazos limpios. Otra vez tuvimos que sacar a patadas a nuestros representantes en el Directorio porque se querían pasar de vivos. Pero, ¿cómo le puedo decir? eran peleas dentro de una familia que sabíamos inextinguible. Todo lo que hacíamos era verdaderamente macizo, parte de un proyecto macizo, con una vida concreta sobre rieles, que terminaban inevitablemente, pero con la felicidad que logra lo previsto al cumplirse. Aunque este destino fuera la jubilación o el cementerio. Desde el lunes a las seis de la mañana, hasta el sábado a las trece, el mundo estaba en su sitio. El tornero, el calderero, el soldador y el trazador, el técnico y hasta el administrativo cada uno dentro de sus fronteras ejercía la república, el país verdadero que era también el de todos. Eramos nietos ferroviarios –porque salvando algunas viejas discusiones, todos nos reivindicábamos como ferroviarios- de abuelos ferroviarios y éstos herederos o miembros fundadores de la dinastía que arrancaba más o menos con el siglo veinte. Claro que tuvimos desertores, y primogénitos que pegaron portazos. Pero estos casos nos afirmaban más en esa cultura de ocho horas al servicio de millones.

No ganábamos mal aunque siempre nos quejáramos. La mayoría vivíamos en casas del ferrocarril. Los solteros en barracones y los casados en casas sacadas de una pintura inglesa del siglo diecinueve, con largas chimeneas y ladrillos rojos a la vista. Nos pasábamos el tiempo armando sociedades cooperativas con destinos inciertos. Algunas andan todavía por ahí, como la biblioteca, o la cooperativa de agua y energía. El Club se disolvió prematuramente por diferencias irreconciliables, con excepción de la cancha de bochas, que acaba de fundirse en estos días. Quiero decir que la gente aprovecha bien los ratos libres. Las mujeres se juntaban para hacer empanadas u obras de teatro de la vieja escuela. La radio ayudaba bastante y la televisión también porque nunca llegó a General General. Nunca supimos si por una disposición oficial o por un impedimento técnico. Quizás algún ilustre antepasado decidió por la salud mental de las generaciones venideras, impedir la colonización cultural de la televisión.

Cuando circuló el rumor no quisimos darle crédito. Cuando el rumor tomó el cuerpo de una avalancha de mierda sobre nuestras cabezas, no tuvimos más remedio que darle bola. La privatización del ferrocarril ni siquiera nos consideró como parte a reestructurar. Ni como algo a modernizar, ni reciclar ni nada de esa parafernalia burocrática con que nos sepultaron por esos años. No. Los Talleres de Gral Gral. sencillamente no existían en sus mapas.

Así que la gente empezó a irse por su cuenta. Tuvimos asambleas que duraron días enteros, creo que nunca salimos del último cuarto intermedio. Estaban los que proponían interminables comisiones de negociación, los que se negaban terminantemente a cualquier negociación, los que sugerían sin atreverse medidas de acción directa más o menos asociadas a la química de la dinamita, los que proponían una marcha tipo éxodo jujeño, no necesariamente con retorno incluido. Como ni siquiera nos pagaban lo que nos debían legalmente, muchos se organizaron para llevarse parte del taller a otro lado menos contaminado. Cuando nos quisimos acordar el taller se transformó en un gigantesco desierto pelado. Un desierto con techo y paredes de aberturas taponadas. Y como la fiebre se transformó en plaga, también las viviendas cayeron en la volteada. Era una venganza no del todo práctica. Ladrillo a ladrillo, chapa a chapa fueron mudándose las casas como esos castillos que viajaron a través del océano para regocijo de los aristócratas. Nadie se detuvo a averiguar sus nuevos paraderos. Es que quién abandonaba el barco lo hacía sin mirar atrás y sabiendo que nunca volvería. Y secretamente preferían la soledad del exilio, esto es no sólo mudarse del Taller sino también de cada uno de sus ex compañeros.

Todo esto en un tiempo récord. El giro cultural nos agarró con las defensas por el suelo. Personalmente nunca encontré una respuesta satisfactoria a las preguntas : ¿cómo pudimos perder tanto sin siquiera defender a muerte aunque sea un pedazo del territorio? ¿no sería que en el fondo una parte de nosotros estaba de acuerdo, que compartía esa especie de sed de sangre que emborrachó a tanta gente y que vendía un destino individual mejor?”

Acá el Compañero hizo un alto. Habíamos estado caminando en línea recta hacia lo que se suponía era la salida del taller. Aún no llegábamos pero él se paró a recoger una herramienta herrumbrada del suelo. La limpió con las manos. La sostenía como sopesándola e imaginando al resto de sus compañeras desaparecidas. El rictus de indignación por el hallazgo desapareció enseguida. Se impuso terminar la historia antes de abandonar la construcción, como si a fuese pecado hacerlo afuera. O como si alguna suerte de autoridad pudiese impedírselo.

“De los quinientos quedamos cuatro. Claro que no de un día para otro. Eso fue lo más desgarrador. Teníamos compañeros que se destacaban en abogar por una “salida local” como le decíamos por entonces al rechazo a abandonar con cualquier excusa nuestra fuente de trabajo. Bueno, esos mismo compañeros también terminaban yéndose, sin ponerlo en consideración, sin ofrecer disculpas por lo anteriormente sostenido. Sin perder tiempo en argumentaciones. Fueron oleadas. Descendíamos en número pero ese movimiento no equivalía a consolidar nuestras propias creencias. Como si se tratara de un sustrato, de una esencia que al heredarla tuviese mayor verdad por simple acumulación. Las últimas trincheras no se nutren, precisamente, del repliegue forzoso de las más avanzadas. Sólo recogen sus despojos, certezas del curso de la batalla y una determinación si se quiere más religiosa a morir allí mismo. Lo cual no constituye ventaja alguna.

Nosotros cuatro somos esa última trinchera. Aunque aceptamos la caracterización de que al revés de todos los otros, real y sinceramente no teníamos donde caernos muertos. Tal vez nuestra actitud encierre una respuesta autocrítica a lo acontecido en estos últimos años. Y ya que está le confieso que no estamos cómodos para nada. Lo soportamos con estoicismo, y bastante aburrimiento.”

El portón de ingreso había sido sustituido por una tranquera de campo. No era un intento de síntesis. El portón sería transportable, y a simple vista podía aquilatarse su valor. Me imaginé a varios obreros predadores con el soplete oxicorte, mazas y molas atacando finalmente la puerta del cielo. O del infierno. Y sumiéndola en el fondo de la historia de un país.

Era cierto que cuando saliéramos afuera la recorrida guiada y su comentario debieran terminar. El Compañero, agotado por el esfuerzo y un tanto encandilado por el sol aún lluvioso de la tarde, atinó a cerrar el acto con un gesto a todo cuerpo. Extendió los brazos, encogió los hombros y alzó su cara al cielo. No creo que se estuviera dirigiendo a mí. Mostraba estrictamente la soledad de la pampa. Porque allí donde supuestamente debió existir una pequeña ciudadela, ahora había árboles talados. Eso sí dispuestos en perfecta escuadra urbana. Pensé en decir algo parecido a “huelgan las palabras” pero por esta vez preferí callarme la boca.

El camino de vuelta fue más distendido. El Compañero me contó como la venida de Spasky coincidió con la salida de escena del último grupo “desertor”.

“Precisamente, Spasky nos convenció que de desertor no tenía nada. Se ve que era un muchacho preparado. Es más, buena parte de las conclusiones que le volqué hace apenas un rato, seguramente tiene que ver con sus propias enseñanzas. Era un tipo que enseñaba sin proponérselo. Ahora me es difícil diferenciar qué parte del relato era auténticamente nuestro, y qué parte inspirada por sus propias reflexiones. Creo que el Flaco piensa que todo lo que pasó desde siempre es una historia inventada por Spasky para explicar porque estamos donde estamos.

Entre otras cosas nos pidió que le ayudáramos a resolver una especie de acertijo familiar. Pasados los primeros días no volvió a insistir en ello. Parecía que lo indagaba por una cierta obligación, como quién lleva adelante algo por encargo. Preguntaba por una familia con pinta de polacos que parece habían vivido por estos pagos y que aparentemente habían cedido o le habían robado un pibe. Y en qué circunstancias pudo haberse dado el hecho. Fechas que era difícil de compatibilizar. Edades que no cuadran en el relato. En fin, como dije, pasados unos días, abandonó la cosa, como con cierto alivio. Y ya se concentró en nosotros. Claro que de eso, de ese poder de concentración que él tenía, nos dimos cuenta todos recién cuando se fue. Mientras duró solo advertíamos su presencia, por las cosas triviales de la vida, por los aspectos menos destacables. Así era. Cuando te dabas cuenta que él quería pasar desapercibido, era cuando lo encontrabas.

Es probable que la Sociedad Fraterna la fundáramos a su entera iluminación. Por lo menos los Estatutos son de su autoría. Encontró en lo que quedó de la Biblioteca unos volúmenes de Historia del Movimiento Obrero. Decía que algunas páginas pudieron haber sido escritas por nuestros abuelos. Algunas ilustraciones parecían copias de nuestro taller. Quizás lo fueran. Insistió en retomar la vida desde aquel momento. Decía que si nosotros lo podíamos lograr tal vez otros también lo podrían hacer. Creo que se estaba refiriendo a él mismo. Era como una máquina del tiempo. Si él podía retornar podría volver al momento en que se estaba decidiendo su propia pérdida, su destino. Se imaginaría que podía alterar el curso de su propia historia y, entre todos, el curso de la historia del país. Si lo hubiese planteado así todos hubiéramos muerto de risa. Pero no hacía falta. Spasky enseñaba con lo que decía tanto como con lo que callaba. Yo creo que eso fue lo que nos convenció.

Terminamos haciendo la Sociedad precisamente en el momento en que Spasky se iba. Se despidió agradeciéndonos por todo lo aprendido, armó su destartalada carpeta de novedades, y se fue por la vía silbando bajito.

Claro que se nos hizo difícil. Por lo general estamos peleándonos. Nos dividimos por aspectos a veces teóricos, a veces tácticos. No podemos eliminar las intrigas y los apetitos de poder. Perdemos de vista los objetivos centrales y pasamos largos momentos de apatía y confusión. Por momentos lamentamos haber iniciado la aventura, pero según Spasky estos avatares –que él previó puntualmente- son parte de la naturaleza humana. La parte más humana de su naturaleza. “Tienen que tomarlo siempre desde el punto de vista de un aprendizaje” nos insistía Spasky. “Cuando crean estar seguros, duden. El verdadero sentido del conocimiento es la crítica. Toda seguridad es conservadora, un concepto, como la línea recta, rematadamente humano”. “¿Y qué pasa si dudamos de esto que nos decís?” –un día se atrevió el Flaco, sin mala intención. “Entonces –si fuera Cristo, diría- no he predicado en el desierto. Pero como no lo soy no dejaría de molestarme un poco”. Todo un tipo.

–Me llama la atención que no mencionaras para nada su manía por enseñar ajedrez. –ni bien lo dije me arrepentí por la trivialidad. Se suponía que era una línea de investigación.

–¡Ah! Si, eso. Creo que no nos quería enseñar. Jugaba para él solo y a regañadientes nos mostró algunas de sus aperturas favoritas. En algún momento se le escuchó decir que el ajedrez había sido un error del que estaba saliendo. Pero que “antes” le había sido muy útil. De todas maneras no renunciaba a su nombre de ajedrez. Parecía más bien una historia de amor.

–Todo se explica desde esa perspectiva. Es una historia de amor.

Cuando nos acercamos a la cocina sui generis el olor a guiso carrero se materializó en un espectacular potaje acogedor pero sólo concebido para valientes. El extraño buen vino, claro, dominaba infalible el centro de la mesa. El Petiso, el Flaco y el Traje nos esperaban con los cubiertos en las manos. Seguíamos como en un escenario, lo que daba a la acción un cierto aire de ensayo permanente. Obligaba a pensar dos veces antes de hablar. Por el qué dirán. ¿Y qué dirán?

Comimos en silencio. Tenía la sensación que por distintas razones todos éramos conscientes que estábamos al final de un camino. Desde nuestras propias perspectivas nuestro encuentro oficiaba de fin y principio. Por un momento me sentí obligado a contarles la verdadera historia. Mejor dicho la supuesta verdadera historia de Spasky. Tal vez en el esfuerzo me pudiera convencer de lo que estaba contando.

El almuerzo había terminado cadenciosamente. La falta de paredes próximas relativizaba la idea del afuera. Por eso la lluvia, el canto de los pájaros o la luminosidad de las nubes era parte de otro mundo sólo posible. Quizás fue esa angustia lo que me indujo a callar.

Decidí, sencillamente, no hablar más.

Había algo que me empezaba a molestar, y me molestaba que me molestara: ya no sabía, definitivamente, qué diablos estaba haciendo en esa fantasmal recorrida por ningún lugar, entre gentes del todo extrañas, nuevas o recicladas. En un pueblo de dudosa existencia, detrás de un principio de identidad, que como se sabe sólo se da en la lógica formal. Al menos no creo que se de en la Argentina ésta de post-dictadura, de post-democracia, siempre de post-post.

Quizás el curioso buen vino descubrió mi cansancio, relajó mis músculos y soltó sutiles amarras aquí y allá. ¿Quién era yo? ¿Quién era Spasky y su maldita manía de saber quién era? ¿Qué pasaría si a los miles de tipos como nosotros se nos ocurriera simultáneamente ponerse a averiguar quienes somos? ¿Y quiénes somos los tipos como nosotros? ¿Y qué de esta gente a quienes venimos a preguntarles? ¿Necesitarían ellos saber a su vez quienes eran ellos mismos para satisfacer nuestro patético reclamo? ¿Cuántos mundos entran en estos dos mundos?

Empezaba a revisar mi inquebrantable decisión de callar para siempre. La necesidad de hablar surgió en realidad para cauterizar el río de ideas. Tengo la mala costumbre de no pensar cuando hablo.

–Como Uds. deben saber estoy buscando a Spasky, un joven amigo de ideas quién ha desaparecido de sus lugares comunes, allá lejos en el tiempo y el espacio. Tiene que ver con el reciente hallazgo de hijos más o menos robados, hijos nacidos en cautiverio y expropiados como botines de guerra, hijos con su pasado saqueado y sus padres por lo general muertos pero no olvidados. Sí, Spasky se metió en una historia de identidades falseadas. Su excusa puede ser el hecho cierto que nunca conoció a sus padres. Anduvo rebotando en casas cunas, orfelinatos y la gran ancha calle de las ciudades. En algún lugar alguien le insinuó una historia llamada a ser protagonizada. Se adueño de un zapatito a modo de talismán. Una idea robada a Víctor Hugo. Y se embarcó hacia unas coordenadas dictadas por la cábala y unos datos tomados de prestado por un vago recuerdo presumiblemente inventado, un caballo y más atrás un tanque y unos árboles. Más que buscar unos hipotéticos padres progenitores, Spasky está buscando otra vida posible. Quiere descubrir como hubiese sido esa historia verdadera.

¿Es esto último lo que me ofende? Porque no solo soy el que le di el ridículo nombre de un ajedrecista que además prestaba un tipo centroeuropeo coincidente con su propio aspecto. ¿Me siento responsable de ese acto de impostación inocente pero efectiva? ¿Ese nombre –con el que vamos a morir, afirmábamos sonrientes- fue corroyendo lentamente la mampostería montada ex profeso para subsistir en esta sociedad en decadencia que pretendíamos revolucionar? Quizás lo hizo hasta llegar a algún hueso, o simplemente al vacío. Entonces sucedió que finalmente se aferró al nombre apócrifo, pero esta vez sabiendo, siendo plenamente consciente que era una mentira. Una mentira prestada. Una mentira funcional. Inocente, descuidada, calculada, pobre. Una mentira que, sin embargo había dado interesante dividendos. Una especie de capital que puede ir siendo intercambiado por otras figuritas.

Spasky, como muchos de nosotros buscamos nuestra identidad en nuestros recuerdos difusos, de una Argentina distinta a este gran cráter. De un lugar joven, duro pero vital. Con padres y vecinos que iban y venían del trabajo. Con la barra blanda de la esquina, el guardapolvo y el buen puchero. La bici, la secundaria más o menos completa y un futuro a un tiro de piedra. Lo que busca Spasky sabe que pudo haberlo tenido, que le pudo haber correspondido tenerlo. Aunque sepa que ese destino probable le fue rapiñado por el azar de las circunstancias, no por ello fue menos legítimo y por ello real. Queremos encontrar las vidas posibles reales que nos robaron. Con zapatitos únicos colgados al cuello o no, tenemos ese derecho. Digo, todos los argentinos.

Silencio

–Hago una moción para que apoyemos al Compañero.

–Aprobado por unanimidad.

¿Cuando quise acordarme estaba de vuelta el espacio físico que debió corresponder a la terminal de colectivos de General General. El viaje fue en una zorrita con motor a explosión que navegó rauda por entre el pasto húmedo que se abría a nuestro paso. Fue una bella despedida del paisaje. Y de los hombres que lo habían construido. Todos tuvieron un espacio en ese trayecto del viento. Todos y Spasky, claro. Finalmente lo había encontrado. Y había encontrado el porqué de mi errática búsqueda.

Esperé un par de horas, parado, estático. No me atrevía a ordenar algún trozo de mis autores preferidos para ver que salía. Pero no era desidia ni desdén. Realmente me sentía cómodo ahí parado sin hacer nada. Cuando divisé el tumultuoso colectivo que se aproximaba un pinchazo de nostalgia me hizo dudar. Para colmo un ¡hurra! proveniente de un lugar conocido aportó su canto de sirena. ¿Qué hacemos?

–¿Qué hacemos Flaco? ¿Subís o no subís? –era el mítico chofer, evidentemente único en la línea única.

–Y sí, tendría que subir, pero me parece que vas para el otro lado –dije tratando de orientarme. Mi fuerte no es la geografía.

–¡Mah que otro lado, querido, nosotros siempre vamos pa’delante!

–En ese caso, llevame. Estoy podrido de volver siempre al mismo lugar.

El estruendo del cole al arrancar atacó la claridad de la sentencia del chofer, pero estoy convencido que dijo algo así como la imposibilidad de bañarnos en no sé que río. Heráclito es cada vez más popular. Menos mal.

La última imagen que tuve de General-General, ya en movimiento, fue la de un ruano flaco, atado blandamente a un palenque, detrás un tanque australiano oxidado con yuyos asomando de su interior, detrás un macizo de eucaliptos que protegería un camino sólo sospechado. Podía haber sido perfectamente un cuadro. Pero también podía ser un destino. O una eterna búsqueda.

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